22 julio, 2008

Querido Carlos

Si no fuera porque estás aquí, rotunda y crudamente exánime -para dolor de todos cuantos te tratamos y quisimos durante tu fecundo paso por la vida-, yo pensaría que todo esto no es más que una broma. Sí, una más de las muchas bromas con que llenaste tus días e impregnaste los nuestros.

Y es que así te conocí, bromista y sonriente. Fue una espléndida mañana de hace 18 años, ahí en el CATIE y recién llegado yo a dicha institución, a través de Marielos Alfaro, común amiga. En pocos minutos de tratarnos ya estaba riéndome a carcajadas, con tus sabrosas ocurrencias. Y desde ese mismo momento hubo tal empatía, que muy pronto nos convertiríamos en buenos amigos.

A partir de ahí cultivaríamos una linda amistad -junto con nuestras familias y otros queridos amigos- que, sin duda, nos enriquecería a todos.

Sobrado brillo intelectual el tuyo, sumado a tu genuino humanismo y tu sensibilidad, así como un pensamiento de veras propio y un auténtico compromiso con los más necesitados.

Pero siempre, permeándolo todo, esa sonrisa que no te cabía en la cara, igual cuando debatías con seriedad que cuando te deleitabas tocando tu cautivante jazz u otra música en el órgano, feliz de vernos disfrutando tus fiestas de cumpleaños -que eran casi turnos, por el gentío y la abundancia de ricas comidas-, o cuando, como muy a menudo sucedía, recurríamos a las refinadas artes de la chota y la fisga para decirnos cosas ásperas, pero sin que nos hirieran y, más bien, nos divirtieran.

Caminos y sueños compartidos también con Deyanira y tus ejemplares muchachos -Eugenia, Carlos y Fernando-, más doña Iris, con esa calidez familiar y generosidad que los caracteriza, ¡cómo duele no poder perpetuarlos! Porque -duro es reconocerlo- nos quedaron muchas, muchísimas cosas pendientes. Es que uno piensa que siempre habrá tiempo, olvidando lo frágiles y efímeros que somos.

En el balance que hago hoy, percibo que te debo muchas cosas, pero una de las más preciadas es la de haber acrecentado en mí la turrialbeñidad. Creo que no hubo una sola conversación en la que no aflorara este tu amado terruño, tanto en sus hermosos paisajes y parajes, como en las historias y anécdotas de sus nobles y buenas gentes, que eran tu verdadera inspiración y razón de vivir.

Gracias, entonces, por la desbordante alegría que trajiste a nosotros, y con la que transitaste por la vida, sabiéndola disfrutar a plenitud. Se te hizo corta, muy corta la vida pero, también, la asumiste con la intensidad de quien intuye y presiente que todo puede acabarse de manera repentina.

¡Cómo quisiera que esta fuera apenas una turbia pesadilla o, si acaso, nada más que una broma! Pero no lo es, lamentablemente. Y me lacera el alma. Mucho, querido Carlos.

Don Beto, ese gigante

En el mundo hispanoamericano hay muchos Pepes y Betos, pero para nosotros los ticos existe uno de cada tipo, inconfundibles, y a ambos hemos sabido colocar, antecediéndolos, el respetuoso y muy meritorio “don” -al margen de posiciones políticas-, pues ellos son parte indeleble de nuestra sociedad e historia: don Pepe Figueres y don Beto Cañas.

Tengo vívidamente grabada en mi mente aquella noche de junio de 1966 cuando acudí con dos de mis hermanos, Niko y Ricardo, a escuchar un recital de Jorge Debravo (un año antes de morir), en una sala josefina abarrotada de gente. Muchachito aún, con apenas 13 años de edad, pero estimulado por la guía exigente y a la vez que generosa de don Carlos Duverrán (años después miembro de la Academia Costarricense de la Lengua, así como Premio Nacional Aquileo J. Echeverría) en su Club de Poesía en el Liceo de San José, con inmenso gusto escuché a Debravo conversar y leernos su diáfana poesía.

En la tertulia posterior al recital, Niko comentó burlón: “¡Estaban sentados a la par el hombre más culto y el más ignorante del auditorio!”. Y, sin saber que aludía a mí, al preguntarle de inmediato indicó que quien había estado a mi lado era don Alberto Cañas. Yo no lo conocía y, cuando hurgué para verlo entre la multitud, me percaté de que seguro eso era cierto y que, además, posiblemente el bagaje cultural era proporcional al tamaño corporal, pues yo era un fifiriche y don Beto un hombrón.

Años después, estrecharía su mano cuando, como voluntario en el club del partido Liberación Nacional en Sabana Sur (ahí, sin esperar retribución alguna, ayudábamos con el padrón, pegando banderas en los techos, organizando caravanas a las plazas públicas y transportando votantes) alguna vez él pasó por allí, al igual que tantos otros dirigentes admirados entonces. Por cierto, alejado de sus raíces genuinas y entregado a intereses inconfesables, el desencanto por dicho partido nos hizo marcharnos hace 30 años.

He evocado ahora aquella anécdota al toparme de súbito con el hermoso suplemento del periódico “Ojo”, titulado “85 años de Alberto Cañas” (cumplidos en marzo), por cuyas páginas desfilan 25 de sus amigos con sinceros, cálidos y conmovedores textos, más Felo García y Blanca Fontanarrosa con dos dibujos a colores. Y, por casualidad, al día siguiente me encontré al amigo agrónomo y escritor Santiago Porras, quien me narró la génesis de tan hermoso tributo, que culmina con un artículo póstumo de don Antonio Cardona Cooper, entrañable amigo de don Beto. Es un suplemento que debiera reimprimirse y hacer circular masivamente en nuestros colegios, para que los jóvenes aquilaten la muy fecunda trayectoria de este gigante de nuestra cultura y nuestra civilidad.

¿Qué podría agregar yo a tan ricas, amplias y profundas semblanzas sobre este hombre descomunal, versátil y prolífico? En realidad, nada. Excepto que, por fortuna, en los últimos años la vida me ha permitido converger con él en dos cosas. Una, como miembros de ese pujante movimiento cívico y patriótico encarnado en el Partido Acción Ciudadana (PAC), del cual él supo ser voz fundacional, junto con don Ottón Solís y doña Margarita Penón. La otra, como colaboradores en el diario La República, donde sus célebres “Chisporroteos” son una especie de hervidero de ideas provocadoras, salpicadas con su finísimo humor, como las saben plantear los auténticos maestros.

Sí. Ya no ocupamos las sillas contiguas de aquella noche de hace casi 40 años. Pero cuando -a raíz de un correo electrónico que le envié hará un par de meses- me respondió con tanta bondad y estímulo para que continúe escribiendo por la prensa, siento que -ahora compañeros ocasionales de página-, ya no soy tan ignorante y mis letras no son lo torpes que eran entonces. ¡Gracias, querible y querido don Beto!

Beto y el Arenal

Si uno toma una planta y la cambia de maceta, le causará estrés y a veces su muerte rápida, por desarraigo físico. El desarraigo emocional, en cambio, rara vez es fulminante, pero causa dolores profundos y crónicos, que matan en vida. Beto, a quien he evocado en estos días por la erupciones del Volcán Arenal, murió de desarraigo hace ya muchos años.

Alberto Quesada, naranjeño de cepa y primo de mi madre, fue un auténtico pionero en el norte del país en los años 30. Hizo su abra en La Palma de San Carlos, estableció socolas y cultivos, y sembró repastos. Pero, sobre todo, amó con fervor aquella exuberante naturaleza.

Cazaba con certera puntería, pero con mesura. Sembraba sus milpas, pero dejaba que los mapaches, pizotes, monos y loras consumieran parte de la cosecha. Y conservó vastas extensiones de bosques, intactas, soñando con que un día se estableciera allí una reserva biológica. Algunos vecinos se burlaban de él, calificándolo de vago, por no trabajar toda su tierra, pero nunca les hizo caso. Le dolió mucho, eso sí, que por ocultos caprichos telúricos, en 1963 se secara la amplia y serena laguna que había en su propiedad, pues era un abrevadero permanente para los saínos, dantas, venados, tepezcuintles, guatusas, felinos y aves.

Entre los más gratos recuerdos de mi infancia figuran las vacaciones en San Carlos, donde íbamos a visitar al tío Ricardo, en La Fortuna, y también a Beto. Hoy percibo que mi vocación de biólogo se gestó en aquellas cabalgatas por la montaña, con los primos, aspirando las esencias de la profusa vegetación y el enervante aroma del humus; descubriendo entre el barro las huellas y los rastros almizclados de algunos mamíferos; escuchando los prodigiosos cantos de aquellas aves preciosas, y el rumor del caudaloso río, desprendido en una altísima y ronca catarata, impecable entre la espesura verde.

Tanta plenitud silvestre se alteró el 29 de julio de 1968, con las erupciones del volcán. Aunque hasta entonces le llamaban el Cerro, Beto y otros audaces habían subido a su cima en 1937 y constatado que poseía cráter y fumarolas, y habían advertido que era un volcán. Pero quizás nunca imaginó que ese imponente y bellísimo cono solitario, su cercano compañero y centinela, le habría de causar tanto dolor a él y su familia.

Aunque al inicio Beto se resistió, la ley lo obligó a salir de su entrañable paraíso. Y, para colmo, nunca fue indemnizado. Es decir, salió sin nada. Los difíciles años posteriores, en su Naranjo natal, fueron una lenta agonía, de nostalgia, depresión y enfermedad. ¿Cómo vivir sin su montaña amada? Sí, conservacionista genuino, no de pose, Beto murió de desarraigo.

En octubre, Montero Vega

“En un monte alto, como mi corazón, / nació Naranjo, / y allí se estableció la paz, / y el viento hizo su albergue tibio y silencioso. / Después descendió mi pueblo hacia los valles / y los ríos forjaron el carácter del hombre. / Y todos fuimos niños, / tomamos las cosas del fondo de los ríos, / subimos a los árboles / y encontramos las estrellas florecidas. / Corrimos por los campos / como si fuéramos detrás de la alegría”. Palabras fundacionales, de vida rural y niñez, de mi coterráneo Arturo Montero Vega, quien llegara en setiembre de 1924 y partiera en octubre de 2002, con casi 80 años de edad y más de 50 de escribir poesía.

Aunque, en verdad, soy coterráneo a medias pues, teniendo apenas cuatro años de edad, por razones familiares nos mudamos a la capital. Y ese destete -debo reconocerlo hoy- aún lastima mi alma. Lo dije en un poema escrito un verano: “No me dejaron beber tu savia / hasta la médula, / pues me arrancaron de ti / los sueños metropolitanos / y la necesidad del libro y la herramienta. / Pero a sorbos, / a intermitentes regresos, / he ubicado / la esencia / de mi sangre”. Sí, apenas a sorbos, en las vacaciones, entre ardientes soles, suculentas frutas y las infaltables bandadas de chucuyos que acudían bulliciosos a su inmemorial ritual sobre las altas palmeras del parque.

Pero, aún distantes, en la casa josefina siempre nos habitó Naranjo, sobre todo porque Eugen, mi hermano mayor, se quedó residiendo allá. Y así con frecuencia supimos de las familias amigas, como los Alpízar, Arias, Arroyo, Carballo, Corrales, Gutiérrez, Montero, Padilla, Ramírez, Ruiz, Salazar y otras, entre las cuales destacaron los Montero, vecinos inmediatos de geografía y alma. Y, por eso, mítico y querido, pervivió entre nosotros la imagen cálida y patriarcal de don Félix Arcadio Montero, de quien de niño -impactado por tan cruda imagen-, siempre escuché decir que lo habían envenenado cuando regresaba del exilio y que su cuerpo fue lanzado al mar.

Herediano de nacimiento -por lo que hoy la principal escuela y una calle de Santo Domingo portan su nombre-, al igual que su esposa Rosa Segura Fonseca, este notable abogado y ciudadano tuvo fincas en Naranjo. Fue el último rector de la Universidad de Santo Tomás, clausurada en 1884, a pesar de sus luchas por evitarlo, así como el fundador del Partido Independiente Demócrata, que ocuparía el segundo lugar en las elecciones de 1894, las cuales permitirían la instauración de la tiranía de Rafael Iglesias, por ocho años. Pero no fue una tureca ni un partidito de pasarraya, sino el primer partido progresista y radical, de fuerte y profunda raigambre popular, campesina y obrera, en el cual por cierto militara el siempre indomable José María (Billo) Zeledón, autor de la letra de nuestro Himno Nacional.

Y, por su beligerancia, Montero tendría que pagar un alto precio personal y familiar. Cuentan los historiadores que Iglesias fraguó un auto-atentado, del cual lo inculpó, por lo que lo persiguieron. Entonces, amigo leal y cabal, mi abuelo Ascensión Quirós construyó un escondite en su casa -el cual conocí de niño, y sería utilizado por otros durante los conflictos de 1917 y 1948-, que no pudo utilizar, pues lo capturaron antes, en Naranjo. Viles, lo encerrarían por 14 meses en una jaula diseñada para criminales mientras se esperaba el proceso judicial, tras lo cual, declarado culpable, fue desterrado a Barcelona. Permaneció allá varios años y, a su regreso en 1897, moriría en el barco al ingerir un plato idéntico al de otros pasajeros, a quienes curiosamente nada sucedió.

Su nieto Arturo, muchos años después lo evocaría así: “Mi abuelo está en el mar. / Iglesias quiso / que su cuerpo muriera entre las algas. / Mi abuelo es marino desde entonces, / y toca puerto / cada vez que la Patria lo llama. / Mi abuelo está vivo. / Mi abuelo es marino, Iglesias lo sabe”.

Viuda, doña Rosa se establecería en Naranjo -donde años después se casaría con Yanuario Arroyo- con sus hijos, quienes se casarían allí. Uno de ellos, Aristides, quien fue abogado, se casó con Julia Rodríguez -hermana de mi abuela Ramona-, con quien tuvo cuatro hijos, pero ella moriría a los 30 años. Entonces se casó con Eraida Vega, con quien procreó ocho hijos, entre ellos los también abogados Alvaro y Arturo quienes -inspirados en las luchas por la justicia social emprendidas por su venerado abuelo- serían fervientes militantes comunistas por toda la vida.

Tuve la fortuna, en una de esas visitas veraniegas, de conocer y hablar con Arturo, cercano amigo y colega de mi hermano Ricardo, así como de Eugen, con quien compartía largas partidas de ajedrez. De leve complexión, grandes ojos verdes y pelo ensortijado, era un hombre noble y bondadoso y de carácter más bien retraído, de quien costaría decir que hubiera escrito poesía tan poderosa, alguna de ella nacida en su exilio de Venezuela y México, tras la persecución sufrida por los comunistas tras la guerra civil de 1948. Me conmueve, además de la omnipresencia del amado abuelo en sus poemas, la elegía para la entrañable escritora Carmen Lyra -muerta en México-, que él leyera en su funeral y culminara diciendo: “Aquí estamos nosotros para guardar tu nombre, / tu mejor nombre, / tu nombre de guerra: / María Isabel Carvajal, / camarada de Manuel, / y amiga mía / compañera de todos los obreros / y víctima a largo plazo de la tiranía”.

Por años, disfruté de su poesía gracias a Ricardo, quien conserva siete de sus doce poemarios, y recientemente pude conseguir “Patria y poesía”, publicado en forma póstuma por la UNED hace dos años. Y siempre me quedaron ganas de conocer todos sus poemas.

Fue por ello que en octubre de hace tres años, me sorprendió en forma grata un artículo del ilustre abogado Walter Antillón Montealegre en el Semanario Universidad, anunciando, entre otras cosas, la búsqueda de suscriptores de honor para publicar las obras completas de Arturo. Sin conocerlo más que de nombre, lo llamé a su casa en Naranjo -donde reside ahora-, lo cual nos llevaría tiempo después a reunirnos, en una sabrosa tarde de tertulia y vino allá, con su hermosa Nuria, Ricardo y yo. Estoy seguro de que ahí, de manera furtiva, también estuvo Arturo.

Cálido y tenaz, con esa parsimonia y bonhomía que lo caracterizan, Walter supo tejer la urdimbre poco a poco, para poder cumplir y compartir su sueño. Y, así, la noche del viernes 20 de octubre en el Museo Juan Santamaría, en Alajuela, en un grato convivio de poesía y remembranzas, pudo por fin presentar esas “Poesías completas”, ante los deudos y amigos de Arturo, numerosos naranjeños y alajuelenses, así como un amplio grupo de creadores participantes en la cuarta edición de los Juegos Florales, ahora denominados con gran justicia “Arturo Montero Vega”, en cuyo afiche resaltan los certeros versos dedicados al dirigente turrialbeño Federico Picado, mártir del ignominioso crimen del Codo del Diablo: “Se borrará la sangre derramada, / se apagará el insulto proferido, / renacerá tu nombre desgarrado, tu nombre de nosotros tan querido”.

Al retornar a casa en Heredia, muy cerca de Santo Domingo, con el corazón palpitante de gozo en medio de una noche de llovizna y frío, abrí al azar ese magnífico volumen de casi 500 páginas, para deleitarme con tanta belleza. Pero, entre tanto por descubrir, me fue imposible no culminar diciendo en soliloquio estos hermosos versos que aprendiera en mi casa de infancia: “Don Félix Arcadio vivió en la montaña. / Tenía los ojos como la mañana. / Cuando Iglesias dijo: / “Mi caballo blanco, mi frente altanera”. / Don Félix decía: / “Patria alborozada. Patria estremecida”. / Cuando Iglesias dijo: / “Mis montes, mis valles, mis cañaverales”. / Don Félix decía: / “Tus aires, Patria, tus palomares”. / Cuando Iglesias dijo: / “Mis ríos, mis mares”. / Don Félix decía: / “Tus pajarillos, tus libertades”. / Don Félix Arcadio vivió en la montaña. / Tenía los ojos como la mañana”.

Aníbal Reni, desde la pampa guanacasteca

Hace años, mientras vivía en Turrialba, hice el tercer intento -iluso, pensaba que sería el definitivo- por vencer mi frustración de no saber tocar guitarra, instrumento que me ha acompañado por unos 30 años como adorno en una pared. Buen oído musical siempre he tenido, pero carezco de la destreza para desplazar con soltura mis dedos sobre los trastes, lo cual empecé a superar con disciplina y práctica hasta que... ¡zas!, una vez más mi instructor me dejó “guindando”. Ante tanta desazón, mi esposa me consoló diciéndome: “En impuntualidad, solo los sastres le ganan a los músicos”.

Pero, como en todo hay que rescatar siempre la parte positiva, como legado de esos días me quedaron dos cosas. Por una parte, por ahí seguí, tocando en alguna que otra fiesta las cuatro cancioncillas que aprendí, y suplicando aterrorizado que, por favor, no me pidieran ni una más (¡ah borrachos más necios!), pues sabía solamente esas. Y, en segundo lugar, el descubrimiento de una canción que, en su música y letra, me galvanizó el alma desde que mi instructor la interpretó por primera vez. ¡La verdad es que hasta le disculpaba sus llegadas tardías, con tal de que la tocara al inicio de cada clase!

Excelente guitarrista, ahí desplegaba él toda su habilidad ejecutando los acordes de la enervante música de don Jesús Bonilla -el mismo de “Luna liberiana”-, mientras a dúo cantábamos: “Sale el sol por la linda llanura / bajo el cielo de limpio cristal; / luce el bello amatista del roble / y el malinche de rojo coral. // ¡Qué bonita se ve la colina! / Mas parece una perla del mar / que engarzada en la pampa bravía / una joya viniera a formar. // Pampa, pampa. / Te vio el sabanero / y ya nunca te puede olvidar; / en su potro se escapa ligero / tras el fiero novillo puntal. // Luego viene la tarde divina / y el contorno se mira sangrar; / hay marimbas que treman lejanas / y la pampa se vuelve inmortal”.

Letra y música bellamente articuladas, en profunda fusión y conjunción, para desajustarle a uno las neuronas y ponerlas a vibrar de saudade, ante la evocación de crepúsculos llameantes en esas inmensas llanuras guanacastecas que alcanzan el litoral del sol poniente, pobladas de repastos y ganado, así como de muy vastos predios cultivados, entre los extasiantes aromas del chan y el guácimo maduro, más las intensas y desbordantes floraciones de poroporos, cortezamarillos, roblesabanas y malinches.

Indagué acerca del poeta que escribió tan bellos versos, y tan solo aprendí un nombre que creí extranjero, Aníbal Reni, de quien entonces no pude averiguar más. No sería sino años después que el amigo músico Dionisio Cabal me aclararía que corresponde al seudónimo de Eulogio Porras Ramírez. Y ahí quedó el asunto.

Sin embargo, el destino me tenía guardada una linda sorpresa, y por partida doble, pues hace pocas semanas, en uno de mis ocasionales recorridos sabatinos por las compraventas de libros de la capital, hallé “Sacanjuches”, un breve libro de cuentos de Reni -ilustrado con hermosas xilografías de Julio Solera Oreamuno-, más el librito “Perfiles al aire”. En éste, el extinto humanista Luis Ferrero compila las semblanzas de personas notables de nuestra cultura, incluyendo a Reni, nacido en 1895 y muerto en 1966. Sobre él habla con reconocida autoridad -pues fue amigo cercano y hasta medio pariente suyo-, resaltando de manera muy amena aspectos clave de la vida de este tímido y sensible literato.

Algo muy simpático es el origen de su seudónimo, que le fuera impuesto cuando tenía poco más de 20 años por su amigo Moisés Vincenzi -notable filósofo y escritor, quien sería nuestro primer Premio Magón-, quien junto con José Francisco Villalobos lo sumergen en un riachuelo de Atenas como ritual iniciático, y ahí mismo levantan un acta en la que se le ordena “hacer obra de arte con su canto” y otros juramentos más relativos a las bellas artes. ¡Pobre Eulogio! Con el argumento de que con ese nombre nadie leería su promisoria obra, Vincenzi lo despojó del de pila y le endosó uno mixto, derivado de dos famosos pintores boloñeses del siglo XVI: Annibale Carraci y Guido Reni.

Así que, ya bien empapado y bautizado por tan insólitos amigos, este alajuelense, que laboraría durante su vida como microscopista -supongo que con el Ministerio de Salubridad Pública de entonces- y quien incluso alguna vez hizo una pasantía en la Universidad de Michigan, empezaría a transitar por nuestro mundo rural. Hasta que un día recalaría en Guanacaste, que se le incrustaría en el alma para siempre.

Porque es cierto que escribió sobre otros lugares y cosas, como en su libro “Recados criollos” (1944), en los que -en palabras de Ferrero- su pasión por el indio y lo indio alcanza el clímax. De esos recados he hallado solamente uno en internet, que en una parte dice: “Escazú es el suave y lánguido sesteo que saboreó el cansado indio de ojos rasgados y piel de caimito; el aromado recodo que adentra el hechizo de su sol y de su brisa tal un extraño maleficio. Escazú es camafeo de la patria en donde el perfil único, conserva la tizona y el carcaj; el yelmo orgulloso y el bravo morrión de plumas de cuitzil. Escazú, estampa adentrada en nuestro corazón en delineamientos eternos de amor y de leyenda”.

Pero, sin duda, fue Guanacaste el que más lo marcó y del que aspiró los envolventes aromas de su tierra y su vegetación, captó sus exagerados colores y sonidos, palpó su contrastante naturaleza de alucinantes verdores o desoladoras sequías, y escuchó con genuino afecto y atención el espontáneo y hondo palpitar de tantos humildes corazones de origen chorotega, para convertir todas estas percepciones en poderosas e imperecederas imágenes del mundo guanacasteco.

Y es que basta con adentrarse en su “Sacanjuches”, título alusivo a un árbol de inflorescencias blancas y fragantes también llamado esquijoche (cuyo nombre actual es Bourreria costaricensis), para conmoverse al instante con los vívidos retratos en que Reni hace palpitar juntos la magia de esos agrestes parajes y el léxico tan peculiar y rico de los pobladores de esas tierras, quienes el 25 de julio de 1824 se anexaran e integraran a nuestra patria, para nutrirla y enriquecerla de múltiples maneras.

Por cierto, cuenta Ferrero que, ¡casi nada!, el célebre costumbrista salvadoreño Salarrué (1899-1975) le confió alguna vez que él se inspiró en Reni para crear sus célebres “Cuentos de barro”, gracias a cuentos como “Nido vacío”, “Jovita” y “El muerto”, que leyó en algún periódico rural que alguien le mostró, allá por 1928. Esos cuentos huérfanos no hallarían casa sino hasta 1936, en “Sacanjuches”.

Desconozco si alguien ha acometido la labor de escribir una biografía formal suya y de recopilar su obra completa, aunque el propio Ferrero indica que le fue imposible rescatar tres de sus libros inéditos: “Cruz Monte” (novela), “Pastizal maduro” (cuentos) y “Cuando el eco no vuelve” (poesía). También menciona “Arañitas de cristal” (cuentos para niños), más los poemarios “Campiña huetar”, “Serranías” y “Berilos”. ¡Ojalá fuera posible hacerlo, porque estamos en deuda con él! Eso sí, de seguro que habría que buscar en esos “periodiquitos de exigua circulación y agónica vida” -en palabras de Ferrero-, como los que un día alguien mostró a Salarrué, que posiblemente nadie conservó.

Escritor porque sí, porque le brotaba del alma comunicar y compartir sus sentimientos, lo que hizo con innegable calidad estética, rehuyó al relumbrón y a las capillas literarias urbanas, prefiriendo permanecer allá, “a la sombra del manzanillo” y hablando “al oído y en voz baja” -en su propias palabras-, y contemplando absorto los embriagantes crepúsculos, entre incesantes coros de grillos y el misterioso canto del alcaraván, mientras que el tremolar de marimbas lejanas sincopado con el batir de su corazón le reafirmaba que sí, que esa pampa guanacasteca es infinita, inmortal.

Amado, tan amado

Supe de Jorge Amado hace unos veinte años, cuando un amigo brasileño, Sérgio Mattos, me mostró uno de sus libros de poesía prologado por Amado. Después, la sensualidad, picardía y candomblé conjugados sabrosamente en la película Doña Flor y sus dos maridos, me indujeron a buscar sus novelas. Conseguí cuatro de ellas, que preferí disfrutar en un mal leído portugués, para no perderme el rico humor ni la agudeza narrativa de su autor, ni tampoco la cadencia propia de tan bello idioma.

Este año, tras tanto ansiarlo, conocí Bahía y también me encontré con Navegaçao de cabotagem, publicado en 1992. ¡Qué obra tan grata! Aunque resume 80 años de su fecunda travesía vital, el autor, indómito como es, advierte que se trata apenas de “apuntes para un libro de memorias que jamás escribiré”.

En sus páginas, repletas de historias y anécdotas, aparecen entremezclados en el tiempo y la geografía, tantos de sus amigos artistas, filósofos y políticos, algunos tan conocidos como Neruda, Eremburg, Cortázar, Guillén, Sábato, Onetti, García Márquez, Alberti, Guimaraes Rosa, Brecht, Moustaki, Belafonte, Vinicius, Jobim, Gil, Chico, Caetano, Picasso, Rivera, Niemeyer, Costa, Lukács, Sartre, Beauvoir, Gavras, Montand, Braga, Mitterand, Fidel, Ramalho Eanes y Sarney. Pero, en el fondo de su alma, sus seres preferidos son, y él lo remarca, esos desheredados que pululan por el litoral y los laberintos urbanos de su mágica Bahía. Con sumo orgullo reconoce que “soy un novelista de putas y vagabundos”, de lo cual es evidencia inequívoca su vasta obra literaria.

Aunque el título de dicho libro alude a los viajes cortos de los barcos que nunca se alejan de la costa, por humildad no dice el autor que, en verdad, su periplo ha abarcado todos los continentes y cientos de miles de corazones. Además, durante tan amplia y profunda travesía, en la proa de su buque han ondeado siempre, desafiantes e invictas, las banderas de la amistad, la libertad y la solidaridad. Ese es Jorge Amado y, por ello, es tan amado.

Hoy, con casi 86 años, continúa su invariable pacto con el pueblo bahiano, en sus miserias y alegrías, y disfrutando del amor cabal de Zélia, su infatigable y recia compañera de ruta. Quizás nunca le otorguen el Premio Nobel, pero ya obtuvo el más importante, pues “dondequiera que llegue, en las comarcas del mundo, provincias, metrópolis o villorrios, encuentro la mesa servida y escucho una palabra amiga”.

Es decir, con su autenticidad, congruencia y fidelidad a la humanidad, se ha sabido ganar los corazones de tanta gente y, con ello, la verdadera inmortalidad.

Altamirano

Hace unos cuatro años, una coincidencia me llevó a escribir un artículo periodístico, "Duverrán y Altamirano": la muerte de don Carlos Duverrán, y la lectura del libro "Cuentos del Tárcoles", de don Carlos Luis Altamirano. Fue un sentido homenaje a dos verdaderos maestros, de quienes tanto aprendimos muchos de quienes estudiáramos en el Liceo de San José. Aprendimos, en esencia, a respetar y cultivar la lengua castellana y, con ello, a reafirmar las raíces de lo que somos.

Aparte del homenaje en sí mismo, lo más grato fue recibir una efusiva llamada telefónica de don Carlos para agradecer mis palabras y, además, decirme que estaba complacido de que yo -biólogo como soy- pudiera escribir cosas de valor literario. Le agradecí también sus palabras y quedé de visitarlo.

Cuando lo hice, tras 25 años de no vernos, me sorprendió encontrarme con un hombre muy distinto de aquel lejano profesor severo y riguroso. Lo hallé más bien atlético, vital, jovial, íntimo, feliz de estar jubilado y dedicado a escribir como nunca antes lo pudo hacer. Me obsequió sus libros más recientes ("Cuentos del 56" y "Los símbolos nacionales de Costa Rica"), hablamos de las gentes del Liceo, de literatura, de la maltratada y alicaída lengua castellana, de valores cívicos y, sobre todo, de la naturaleza.

Al hacerlo, entendí de dónde provenían esas imágenes veraniegas de sus "Cuentos del Tárcoles", rebosantes de mar cristalino y espumoso, de crepúsculos llameantes, de chucuyos bulliciosos, de frutas grávidas de pulpa y miel, de montaña y fieras. Descubrí entonces a un don Carlos que no solo era ese conocido cuentista, poeta, ensayista, filólogo, educador y hasta ex-viceministro de Educación, sino también a un amante genuino de la naturaleza, a la que aprendió a querer desde niño, en sus recorridos por las orillas del Tárcoles y por el litoral Pacífico.

Además, puesto que durante varios años yo había leído algunas de sus hermosas imágenes de ríos, mares y bosques en artículos publicados en la prensa, le propuse una vieja idea. Se trataba de publicar una antología sobre textos literarios alusivos a la naturaleza, para sensibilizar a los ciudadanos acerca de la destrucción cotidiana de ésta y, de paso, estimular a nuevos escritores para incursionar en estos temas. Le gustó mucho la idea y quedamos de concretarla. No nos pusimos plazos ni presiones. Cada uno buscaría los textos que le parecieran adecuados, para después empezar a seleccionarlos y organizarlos. Sin embargo, tras más de un año de no vernos, hoy me han anunciado que la muerte, implacable e insensata como es, le arrebató sus ilusiones de escritor maduro, truncó sus manos pletóricas de planes y anhelos literarios.

Cuando escribí el artículo de "Duverrán y Altamirano", lo concluí con el siguiente pensamiento de Henry Adams: “Un maestro nunca sabe hasta dónde llegará su influencia”. Estoy seguro de que la mayoría de los ex-alumnos de don Carlos hoy podemos reconocer su huella clara e indeleble, tanto en su legado académico como en el cívico, porque fue un febril y devoto amante de nuestra patria. A mí, además, la vida me dio el privilegio de convertirlo en cómplice de la linda aventura de acrecentar el amor y respeto por la naturaleza a través de la literatura.

Y ahora sé que, aún en su ausencia, cuento con su tutela espiritual para concretar nuestro proyecto, y que por las páginas de la futura antología también vagará su niñez, llena de mar, crepúsculos, chucuyos, frutas dulcísimas, ríos y montañas, como las de este verano en que él se ha ido.