22 julio, 2008

Tiempos de chicharras

El encuentro fortuito, hace unas semanas, con el colega Humberto Lezama, curador del Museo de Insectos de la Universidad de Costa Rica, nos condujo en cálida tertulia hacia varios temas, todos gratos, sobre bichos y gentes (¿no serán lo mismo, al fin de cuentas?). Y, como en esos días él había sido entrevistado para un artículo alusivo a las chicharras -publicado en el suplemento Proa, de La Nación-, también conversamos sobre estos curiosos insectos, de los que hace mucho quería escribir.

Como, por lo general, las chicharras no son plagas agrícolas ni forestales -a diferencia de muchos de sus parientes, como las chicharritas, saltahojas, áfidos, moscas blancas y piojos saltones-, nunca he debido enfrentarme a ellas, con excepción de una vez que, allá por 1985, fuimos llamados a Nandayure, en Guanacaste, a inspeccionar un problema de secamiento de ramas en cenízaro, ipil-ipil y guácimo.

Tras rompernos la cabeza tratando de dilucidar la causa del problema, pues no había insectos presentes ni tampoco evidencias de patógenos, al cortar con la navaja las ramas más delgadas, observamos decenas o centenares de estructuras blanquecinas parecidas a muy pequeños granos de arroz. Ahí estaba la causa: tantos huevos insertados en los tejidos internos impedían el flujo de agua hacia las ramas superiores, provocando su secamiento. Y, para aclarar del todo las cosas, entendimos por qué, desde que habíamos llegado a esa plantación forestal, nos acompañaba un incesante coro de chicharras.

Pero, ¡ojo!, que las que colocan los huevos son las hembras -con el ovipositor, especie de punzón aplanado y hueco, con el cual pueden perforar las estructuras en las que insertan los huevos- y los que cantan son los machos. Su sonido se denomina estridulación y tiene un significado reproductivo, pues así los machos convocan a las hembras para la cópula, y éstas poco después, ya grávidas, depositan sus huevos dentro de plantas, para iniciar una nueva generación. De cada huevo nacerá una ninfa -una chicharra en miniatura, pero sin alas- que penetra en el suelo, donde succiona la savia de raíces pequeñas.

Durante su desarrollo, al alimentarse y engordar, para poder crecer debe eliminar su piel o esqueleto externo varias veces. La última muda ocurre cuando, para completar el desarrollo, la ninfa madura sale del suelo, se sujeta a un tronco, una rama o una hoja, y pronto de ese cuerpo emerja una chicharra adulta. Por eso a veces uno encuentra adheridos a esas estructuras unos cascarones con la forma de una chicharra -que son solo piel o integumento, como en las culebras-, lo cual ha dado origen a la infundada creencia -pues las ninfas no pueden hacerlo- de que las chicharras se revientan de tanto cantar.

Vida subterránea y tenebrosa durante un año entero -¡que en algunas especies de las zonas templadas puede prolongarse por hasta 13 o 17 años!-, para emerger espléndidas hacia la luz y celebrar esa especie de renacimiento con tan frenética fiesta vernal, de algarabía, canto y cópula.

Símbolo de la esperanza -pues dan la certeza de que a los tiempos oscuros y adversos sobrevendrán las resurrecciones, renaceres e ilusiones-, inspirarían a la argentina María Elena Walsh -hoy con 78 años- para legarnos su inefable canción “Como la cigarra”. Cálido bálsamo para quebrantos afectivos, académicos o políticos, me ha acompañado por casi treinta años, junto con esa “Gracias a la vida” de Violeta Parra -ambas de imágenes sencillas, pero de gran hondura y vigencia humanas-, y que Mercedes Sosa ha sabido enriquecer con la portentosa fuerza de su voz y de su corazón.

Así es, porque, “Tantas veces me mataron, / tantas veces me morí, / sin embargo estoy aquí / resucitando. // Gracias doy a la desgracia / y a la mano con puñal / porque me mató tan mal, / y seguí cantando. // Cantando al sol como la cigarra / después de un año bajo la tierra, / igual que sobreviviente / que vuelve de la guerra. // Tantas veces me borraron, / tantas desaparecí, / a mi propio entierro fui / sola y llorando. // Hice un nudo en el pañuelo / pero me olvidé después / que no era la única vez, / y volví cantando. // Tantas veces te mataron, / tantas resucitarás, / tantas noches pasarás / desesperando. // A la hora del naufragio / y la de la oscuridad / alguien te rescatará para ir cantando”. Así es. Optimista y vital, siempre cantando al sol, como la cigarra.

Por eso mismo es totalmente injusta la apreciación del célebre escritor Jean de la Fontaine (1621-1695) en su moralizante y antropocéntrica fábula de La cigarra y la hormiga, según la cual aquélla es vagabunda y se la pasa cantando y cantando en el verano, mientras la hormiga trabaja afanosamente; y, para colmo, al llegar el invierno, la holgazana chicharra acude a ésta para que le preste comida. Es injusta porque, cada una a su manera, ambos tipos de insecto (digo esto porque no es que haya una chicharra ni una hormiga, pues solo en Costa Rica hay 23 especies de chicharras y al menos 600 de hormigas) se las ingenian para buscar su alimento, sobrevivir y reproducirse.

Quien más las ha estudiado en nuestro país es el Dr. Allen Young, revelándonos que durante todo el año se pueden hallar adultos de las diferentes especies de chicharras, aunque hay gran variación en su época de emergencia masiva, que puede ser la estación seca, la lluviosa o cualquiera, dependiendo de la especie. Pero, como los machos de algunas especies son más bulliciosos y cantan en coros bien sincronizados, eso crea la falsa idea de que aparecen solo en la estación seca, cerca de la Semana Santa. Su canto no es producido por las alas -como en otros insectos-, sino por los llamados “timbales”, que son dos estructuras, ubicadas una cada lado del primer segmento abdominal; Lezama lo equipara con un güiro, pues el sonido resulta de restregar rápidamente una placa sobre una membrana endurecida con aspecto de “costillas”, cuyo efecto se amplifica gracias a unos sacos aéreos que la circundan.

Tres de tan notorias especies son Thympanotermes gigas, Zammara tympanum y Zammara smaragdula, las cuales aparecen en la estación seca en el Pacífico. Fue quizás una de ellas la que hace como un año me dejó atónito, allá por Desmonte, en los Montes del Aguacate, cuando Juan Manuel Castro -amigo topógrafo y aficionado historiador- me llevó a recorrer parte del camino por el que transitaron nuestras tropas en 1856, rumbo a la guerra contra el ejército filibustero de William Walker.

Cuando nos acercábamos a uno de los ríos que cruzan la antigua ruta, sobre el parabrisas de su carro empezó a caer una llovizna, a pesar de que era un día soleado. Sorprendidos, nos bajamos del vehículo, para toparnos con el hecho de que desde los altos árboles del bosquecito de galería ahí presente -lo único verde entre tanta resequedad de la vegetación y el suelo- brotaba el ensordecedor coro de chirridos que habíamos escuchado desde antes, mientras éramos profusamente rociados por mielcilla, lo cual comprobé al lamer las hojas de algunas plantas cercanas al río.

Las chicharras tienen fama de ser “meonas” pero, en realidad, no excretan orines sino la savia digerida, ya que consumen mucha más de la que necesitan y, gracias a una modificación intestinal denominada “cámara de filtro”, pueden eliminar el exceso de líquido en forma expedita. Así que, casi de seguro, nuestros corajudos combatientes de 1856 recibieron tan dulce y pegajoso baño al atravesar esos lares.

En fin, especies más o especies menos -dejemos al margen a los entomólogos por un rato-, demos a aquéllas más ruidosas y abundantes la prerrogativa de hablar -o, más bien, de cantar-, por todas ellas, y anhelemos que siempre sean tiempos de chicharras, tiempos para celebrar el sol y la vida.

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