Son la humedad del aire, la continuidad del agua, y el temporal y el barro pródigo, los risueños caminitos de agua -remedos de quebradas- poblados de chinches y abejones, berros y olominas. Sudor de equino, aroma de boñigas, o aliento de maderas robadas a la selva.
Es todopoderoso aquí el caballo, desde hoy, hasta ayer y hacia mañana, porque como las rocas son sus cascos, como sus crines las hirsutas montañas, como su músculo y nervio la espesura y la fibra del bosque milenario.
Este bosque se forjó en los volcanes, nació del fuego, y así brota, emerge total entre la discreción del magma vomitado, cubre la lava, la acaricia con sus nudosas garras, la convierte en madre, en hermana nutricia y la incorpora a su vida. Así sube, incontenible, y en su frondosidad se colma de alas, de garras, de colmillos, de picos, de crestas, de corazas y gestos, de fauna indisoluble, y en sus venas fluviales viajan hacia el océano escamas, aletas, algas, sangre sedimentaria.
Volcán y bosque, caballo y hombre, son los sujetos claves de esta vida de siempre. Sobre la verde y cruda piel, relincho y voluntades paren poblados. Hombres de inmensas manos y pecho enrojecido, y con ellos mujeres absolutas, inauguran las vidas del mañana.
Por ellos es que hoy escribo desde La Fortuna, pueblo de San Carlos, y evoco por su huella y cicatriz dejadas en esta tierra a mi padrino y tío, domador de estos aires.
22 julio, 2008
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