22 julio, 2008

Querido Carlos

Si no fuera porque estás aquí, rotunda y crudamente exánime -para dolor de todos cuantos te tratamos y quisimos durante tu fecundo paso por la vida-, yo pensaría que todo esto no es más que una broma. Sí, una más de las muchas bromas con que llenaste tus días e impregnaste los nuestros.

Y es que así te conocí, bromista y sonriente. Fue una espléndida mañana de hace 18 años, ahí en el CATIE y recién llegado yo a dicha institución, a través de Marielos Alfaro, común amiga. En pocos minutos de tratarnos ya estaba riéndome a carcajadas, con tus sabrosas ocurrencias. Y desde ese mismo momento hubo tal empatía, que muy pronto nos convertiríamos en buenos amigos.

A partir de ahí cultivaríamos una linda amistad -junto con nuestras familias y otros queridos amigos- que, sin duda, nos enriquecería a todos.

Sobrado brillo intelectual el tuyo, sumado a tu genuino humanismo y tu sensibilidad, así como un pensamiento de veras propio y un auténtico compromiso con los más necesitados.

Pero siempre, permeándolo todo, esa sonrisa que no te cabía en la cara, igual cuando debatías con seriedad que cuando te deleitabas tocando tu cautivante jazz u otra música en el órgano, feliz de vernos disfrutando tus fiestas de cumpleaños -que eran casi turnos, por el gentío y la abundancia de ricas comidas-, o cuando, como muy a menudo sucedía, recurríamos a las refinadas artes de la chota y la fisga para decirnos cosas ásperas, pero sin que nos hirieran y, más bien, nos divirtieran.

Caminos y sueños compartidos también con Deyanira y tus ejemplares muchachos -Eugenia, Carlos y Fernando-, más doña Iris, con esa calidez familiar y generosidad que los caracteriza, ¡cómo duele no poder perpetuarlos! Porque -duro es reconocerlo- nos quedaron muchas, muchísimas cosas pendientes. Es que uno piensa que siempre habrá tiempo, olvidando lo frágiles y efímeros que somos.

En el balance que hago hoy, percibo que te debo muchas cosas, pero una de las más preciadas es la de haber acrecentado en mí la turrialbeñidad. Creo que no hubo una sola conversación en la que no aflorara este tu amado terruño, tanto en sus hermosos paisajes y parajes, como en las historias y anécdotas de sus nobles y buenas gentes, que eran tu verdadera inspiración y razón de vivir.

Gracias, entonces, por la desbordante alegría que trajiste a nosotros, y con la que transitaste por la vida, sabiéndola disfrutar a plenitud. Se te hizo corta, muy corta la vida pero, también, la asumiste con la intensidad de quien intuye y presiente que todo puede acabarse de manera repentina.

¡Cómo quisiera que esta fuera apenas una turbia pesadilla o, si acaso, nada más que una broma! Pero no lo es, lamentablemente. Y me lacera el alma. Mucho, querido Carlos.

Don Beto, ese gigante

En el mundo hispanoamericano hay muchos Pepes y Betos, pero para nosotros los ticos existe uno de cada tipo, inconfundibles, y a ambos hemos sabido colocar, antecediéndolos, el respetuoso y muy meritorio “don” -al margen de posiciones políticas-, pues ellos son parte indeleble de nuestra sociedad e historia: don Pepe Figueres y don Beto Cañas.

Tengo vívidamente grabada en mi mente aquella noche de junio de 1966 cuando acudí con dos de mis hermanos, Niko y Ricardo, a escuchar un recital de Jorge Debravo (un año antes de morir), en una sala josefina abarrotada de gente. Muchachito aún, con apenas 13 años de edad, pero estimulado por la guía exigente y a la vez que generosa de don Carlos Duverrán (años después miembro de la Academia Costarricense de la Lengua, así como Premio Nacional Aquileo J. Echeverría) en su Club de Poesía en el Liceo de San José, con inmenso gusto escuché a Debravo conversar y leernos su diáfana poesía.

En la tertulia posterior al recital, Niko comentó burlón: “¡Estaban sentados a la par el hombre más culto y el más ignorante del auditorio!”. Y, sin saber que aludía a mí, al preguntarle de inmediato indicó que quien había estado a mi lado era don Alberto Cañas. Yo no lo conocía y, cuando hurgué para verlo entre la multitud, me percaté de que seguro eso era cierto y que, además, posiblemente el bagaje cultural era proporcional al tamaño corporal, pues yo era un fifiriche y don Beto un hombrón.

Años después, estrecharía su mano cuando, como voluntario en el club del partido Liberación Nacional en Sabana Sur (ahí, sin esperar retribución alguna, ayudábamos con el padrón, pegando banderas en los techos, organizando caravanas a las plazas públicas y transportando votantes) alguna vez él pasó por allí, al igual que tantos otros dirigentes admirados entonces. Por cierto, alejado de sus raíces genuinas y entregado a intereses inconfesables, el desencanto por dicho partido nos hizo marcharnos hace 30 años.

He evocado ahora aquella anécdota al toparme de súbito con el hermoso suplemento del periódico “Ojo”, titulado “85 años de Alberto Cañas” (cumplidos en marzo), por cuyas páginas desfilan 25 de sus amigos con sinceros, cálidos y conmovedores textos, más Felo García y Blanca Fontanarrosa con dos dibujos a colores. Y, por casualidad, al día siguiente me encontré al amigo agrónomo y escritor Santiago Porras, quien me narró la génesis de tan hermoso tributo, que culmina con un artículo póstumo de don Antonio Cardona Cooper, entrañable amigo de don Beto. Es un suplemento que debiera reimprimirse y hacer circular masivamente en nuestros colegios, para que los jóvenes aquilaten la muy fecunda trayectoria de este gigante de nuestra cultura y nuestra civilidad.

¿Qué podría agregar yo a tan ricas, amplias y profundas semblanzas sobre este hombre descomunal, versátil y prolífico? En realidad, nada. Excepto que, por fortuna, en los últimos años la vida me ha permitido converger con él en dos cosas. Una, como miembros de ese pujante movimiento cívico y patriótico encarnado en el Partido Acción Ciudadana (PAC), del cual él supo ser voz fundacional, junto con don Ottón Solís y doña Margarita Penón. La otra, como colaboradores en el diario La República, donde sus célebres “Chisporroteos” son una especie de hervidero de ideas provocadoras, salpicadas con su finísimo humor, como las saben plantear los auténticos maestros.

Sí. Ya no ocupamos las sillas contiguas de aquella noche de hace casi 40 años. Pero cuando -a raíz de un correo electrónico que le envié hará un par de meses- me respondió con tanta bondad y estímulo para que continúe escribiendo por la prensa, siento que -ahora compañeros ocasionales de página-, ya no soy tan ignorante y mis letras no son lo torpes que eran entonces. ¡Gracias, querible y querido don Beto!

Beto y el Arenal

Si uno toma una planta y la cambia de maceta, le causará estrés y a veces su muerte rápida, por desarraigo físico. El desarraigo emocional, en cambio, rara vez es fulminante, pero causa dolores profundos y crónicos, que matan en vida. Beto, a quien he evocado en estos días por la erupciones del Volcán Arenal, murió de desarraigo hace ya muchos años.

Alberto Quesada, naranjeño de cepa y primo de mi madre, fue un auténtico pionero en el norte del país en los años 30. Hizo su abra en La Palma de San Carlos, estableció socolas y cultivos, y sembró repastos. Pero, sobre todo, amó con fervor aquella exuberante naturaleza.

Cazaba con certera puntería, pero con mesura. Sembraba sus milpas, pero dejaba que los mapaches, pizotes, monos y loras consumieran parte de la cosecha. Y conservó vastas extensiones de bosques, intactas, soñando con que un día se estableciera allí una reserva biológica. Algunos vecinos se burlaban de él, calificándolo de vago, por no trabajar toda su tierra, pero nunca les hizo caso. Le dolió mucho, eso sí, que por ocultos caprichos telúricos, en 1963 se secara la amplia y serena laguna que había en su propiedad, pues era un abrevadero permanente para los saínos, dantas, venados, tepezcuintles, guatusas, felinos y aves.

Entre los más gratos recuerdos de mi infancia figuran las vacaciones en San Carlos, donde íbamos a visitar al tío Ricardo, en La Fortuna, y también a Beto. Hoy percibo que mi vocación de biólogo se gestó en aquellas cabalgatas por la montaña, con los primos, aspirando las esencias de la profusa vegetación y el enervante aroma del humus; descubriendo entre el barro las huellas y los rastros almizclados de algunos mamíferos; escuchando los prodigiosos cantos de aquellas aves preciosas, y el rumor del caudaloso río, desprendido en una altísima y ronca catarata, impecable entre la espesura verde.

Tanta plenitud silvestre se alteró el 29 de julio de 1968, con las erupciones del volcán. Aunque hasta entonces le llamaban el Cerro, Beto y otros audaces habían subido a su cima en 1937 y constatado que poseía cráter y fumarolas, y habían advertido que era un volcán. Pero quizás nunca imaginó que ese imponente y bellísimo cono solitario, su cercano compañero y centinela, le habría de causar tanto dolor a él y su familia.

Aunque al inicio Beto se resistió, la ley lo obligó a salir de su entrañable paraíso. Y, para colmo, nunca fue indemnizado. Es decir, salió sin nada. Los difíciles años posteriores, en su Naranjo natal, fueron una lenta agonía, de nostalgia, depresión y enfermedad. ¿Cómo vivir sin su montaña amada? Sí, conservacionista genuino, no de pose, Beto murió de desarraigo.

En octubre, Montero Vega

“En un monte alto, como mi corazón, / nació Naranjo, / y allí se estableció la paz, / y el viento hizo su albergue tibio y silencioso. / Después descendió mi pueblo hacia los valles / y los ríos forjaron el carácter del hombre. / Y todos fuimos niños, / tomamos las cosas del fondo de los ríos, / subimos a los árboles / y encontramos las estrellas florecidas. / Corrimos por los campos / como si fuéramos detrás de la alegría”. Palabras fundacionales, de vida rural y niñez, de mi coterráneo Arturo Montero Vega, quien llegara en setiembre de 1924 y partiera en octubre de 2002, con casi 80 años de edad y más de 50 de escribir poesía.

Aunque, en verdad, soy coterráneo a medias pues, teniendo apenas cuatro años de edad, por razones familiares nos mudamos a la capital. Y ese destete -debo reconocerlo hoy- aún lastima mi alma. Lo dije en un poema escrito un verano: “No me dejaron beber tu savia / hasta la médula, / pues me arrancaron de ti / los sueños metropolitanos / y la necesidad del libro y la herramienta. / Pero a sorbos, / a intermitentes regresos, / he ubicado / la esencia / de mi sangre”. Sí, apenas a sorbos, en las vacaciones, entre ardientes soles, suculentas frutas y las infaltables bandadas de chucuyos que acudían bulliciosos a su inmemorial ritual sobre las altas palmeras del parque.

Pero, aún distantes, en la casa josefina siempre nos habitó Naranjo, sobre todo porque Eugen, mi hermano mayor, se quedó residiendo allá. Y así con frecuencia supimos de las familias amigas, como los Alpízar, Arias, Arroyo, Carballo, Corrales, Gutiérrez, Montero, Padilla, Ramírez, Ruiz, Salazar y otras, entre las cuales destacaron los Montero, vecinos inmediatos de geografía y alma. Y, por eso, mítico y querido, pervivió entre nosotros la imagen cálida y patriarcal de don Félix Arcadio Montero, de quien de niño -impactado por tan cruda imagen-, siempre escuché decir que lo habían envenenado cuando regresaba del exilio y que su cuerpo fue lanzado al mar.

Herediano de nacimiento -por lo que hoy la principal escuela y una calle de Santo Domingo portan su nombre-, al igual que su esposa Rosa Segura Fonseca, este notable abogado y ciudadano tuvo fincas en Naranjo. Fue el último rector de la Universidad de Santo Tomás, clausurada en 1884, a pesar de sus luchas por evitarlo, así como el fundador del Partido Independiente Demócrata, que ocuparía el segundo lugar en las elecciones de 1894, las cuales permitirían la instauración de la tiranía de Rafael Iglesias, por ocho años. Pero no fue una tureca ni un partidito de pasarraya, sino el primer partido progresista y radical, de fuerte y profunda raigambre popular, campesina y obrera, en el cual por cierto militara el siempre indomable José María (Billo) Zeledón, autor de la letra de nuestro Himno Nacional.

Y, por su beligerancia, Montero tendría que pagar un alto precio personal y familiar. Cuentan los historiadores que Iglesias fraguó un auto-atentado, del cual lo inculpó, por lo que lo persiguieron. Entonces, amigo leal y cabal, mi abuelo Ascensión Quirós construyó un escondite en su casa -el cual conocí de niño, y sería utilizado por otros durante los conflictos de 1917 y 1948-, que no pudo utilizar, pues lo capturaron antes, en Naranjo. Viles, lo encerrarían por 14 meses en una jaula diseñada para criminales mientras se esperaba el proceso judicial, tras lo cual, declarado culpable, fue desterrado a Barcelona. Permaneció allá varios años y, a su regreso en 1897, moriría en el barco al ingerir un plato idéntico al de otros pasajeros, a quienes curiosamente nada sucedió.

Su nieto Arturo, muchos años después lo evocaría así: “Mi abuelo está en el mar. / Iglesias quiso / que su cuerpo muriera entre las algas. / Mi abuelo es marino desde entonces, / y toca puerto / cada vez que la Patria lo llama. / Mi abuelo está vivo. / Mi abuelo es marino, Iglesias lo sabe”.

Viuda, doña Rosa se establecería en Naranjo -donde años después se casaría con Yanuario Arroyo- con sus hijos, quienes se casarían allí. Uno de ellos, Aristides, quien fue abogado, se casó con Julia Rodríguez -hermana de mi abuela Ramona-, con quien tuvo cuatro hijos, pero ella moriría a los 30 años. Entonces se casó con Eraida Vega, con quien procreó ocho hijos, entre ellos los también abogados Alvaro y Arturo quienes -inspirados en las luchas por la justicia social emprendidas por su venerado abuelo- serían fervientes militantes comunistas por toda la vida.

Tuve la fortuna, en una de esas visitas veraniegas, de conocer y hablar con Arturo, cercano amigo y colega de mi hermano Ricardo, así como de Eugen, con quien compartía largas partidas de ajedrez. De leve complexión, grandes ojos verdes y pelo ensortijado, era un hombre noble y bondadoso y de carácter más bien retraído, de quien costaría decir que hubiera escrito poesía tan poderosa, alguna de ella nacida en su exilio de Venezuela y México, tras la persecución sufrida por los comunistas tras la guerra civil de 1948. Me conmueve, además de la omnipresencia del amado abuelo en sus poemas, la elegía para la entrañable escritora Carmen Lyra -muerta en México-, que él leyera en su funeral y culminara diciendo: “Aquí estamos nosotros para guardar tu nombre, / tu mejor nombre, / tu nombre de guerra: / María Isabel Carvajal, / camarada de Manuel, / y amiga mía / compañera de todos los obreros / y víctima a largo plazo de la tiranía”.

Por años, disfruté de su poesía gracias a Ricardo, quien conserva siete de sus doce poemarios, y recientemente pude conseguir “Patria y poesía”, publicado en forma póstuma por la UNED hace dos años. Y siempre me quedaron ganas de conocer todos sus poemas.

Fue por ello que en octubre de hace tres años, me sorprendió en forma grata un artículo del ilustre abogado Walter Antillón Montealegre en el Semanario Universidad, anunciando, entre otras cosas, la búsqueda de suscriptores de honor para publicar las obras completas de Arturo. Sin conocerlo más que de nombre, lo llamé a su casa en Naranjo -donde reside ahora-, lo cual nos llevaría tiempo después a reunirnos, en una sabrosa tarde de tertulia y vino allá, con su hermosa Nuria, Ricardo y yo. Estoy seguro de que ahí, de manera furtiva, también estuvo Arturo.

Cálido y tenaz, con esa parsimonia y bonhomía que lo caracterizan, Walter supo tejer la urdimbre poco a poco, para poder cumplir y compartir su sueño. Y, así, la noche del viernes 20 de octubre en el Museo Juan Santamaría, en Alajuela, en un grato convivio de poesía y remembranzas, pudo por fin presentar esas “Poesías completas”, ante los deudos y amigos de Arturo, numerosos naranjeños y alajuelenses, así como un amplio grupo de creadores participantes en la cuarta edición de los Juegos Florales, ahora denominados con gran justicia “Arturo Montero Vega”, en cuyo afiche resaltan los certeros versos dedicados al dirigente turrialbeño Federico Picado, mártir del ignominioso crimen del Codo del Diablo: “Se borrará la sangre derramada, / se apagará el insulto proferido, / renacerá tu nombre desgarrado, tu nombre de nosotros tan querido”.

Al retornar a casa en Heredia, muy cerca de Santo Domingo, con el corazón palpitante de gozo en medio de una noche de llovizna y frío, abrí al azar ese magnífico volumen de casi 500 páginas, para deleitarme con tanta belleza. Pero, entre tanto por descubrir, me fue imposible no culminar diciendo en soliloquio estos hermosos versos que aprendiera en mi casa de infancia: “Don Félix Arcadio vivió en la montaña. / Tenía los ojos como la mañana. / Cuando Iglesias dijo: / “Mi caballo blanco, mi frente altanera”. / Don Félix decía: / “Patria alborozada. Patria estremecida”. / Cuando Iglesias dijo: / “Mis montes, mis valles, mis cañaverales”. / Don Félix decía: / “Tus aires, Patria, tus palomares”. / Cuando Iglesias dijo: / “Mis ríos, mis mares”. / Don Félix decía: / “Tus pajarillos, tus libertades”. / Don Félix Arcadio vivió en la montaña. / Tenía los ojos como la mañana”.

Aníbal Reni, desde la pampa guanacasteca

Hace años, mientras vivía en Turrialba, hice el tercer intento -iluso, pensaba que sería el definitivo- por vencer mi frustración de no saber tocar guitarra, instrumento que me ha acompañado por unos 30 años como adorno en una pared. Buen oído musical siempre he tenido, pero carezco de la destreza para desplazar con soltura mis dedos sobre los trastes, lo cual empecé a superar con disciplina y práctica hasta que... ¡zas!, una vez más mi instructor me dejó “guindando”. Ante tanta desazón, mi esposa me consoló diciéndome: “En impuntualidad, solo los sastres le ganan a los músicos”.

Pero, como en todo hay que rescatar siempre la parte positiva, como legado de esos días me quedaron dos cosas. Por una parte, por ahí seguí, tocando en alguna que otra fiesta las cuatro cancioncillas que aprendí, y suplicando aterrorizado que, por favor, no me pidieran ni una más (¡ah borrachos más necios!), pues sabía solamente esas. Y, en segundo lugar, el descubrimiento de una canción que, en su música y letra, me galvanizó el alma desde que mi instructor la interpretó por primera vez. ¡La verdad es que hasta le disculpaba sus llegadas tardías, con tal de que la tocara al inicio de cada clase!

Excelente guitarrista, ahí desplegaba él toda su habilidad ejecutando los acordes de la enervante música de don Jesús Bonilla -el mismo de “Luna liberiana”-, mientras a dúo cantábamos: “Sale el sol por la linda llanura / bajo el cielo de limpio cristal; / luce el bello amatista del roble / y el malinche de rojo coral. // ¡Qué bonita se ve la colina! / Mas parece una perla del mar / que engarzada en la pampa bravía / una joya viniera a formar. // Pampa, pampa. / Te vio el sabanero / y ya nunca te puede olvidar; / en su potro se escapa ligero / tras el fiero novillo puntal. // Luego viene la tarde divina / y el contorno se mira sangrar; / hay marimbas que treman lejanas / y la pampa se vuelve inmortal”.

Letra y música bellamente articuladas, en profunda fusión y conjunción, para desajustarle a uno las neuronas y ponerlas a vibrar de saudade, ante la evocación de crepúsculos llameantes en esas inmensas llanuras guanacastecas que alcanzan el litoral del sol poniente, pobladas de repastos y ganado, así como de muy vastos predios cultivados, entre los extasiantes aromas del chan y el guácimo maduro, más las intensas y desbordantes floraciones de poroporos, cortezamarillos, roblesabanas y malinches.

Indagué acerca del poeta que escribió tan bellos versos, y tan solo aprendí un nombre que creí extranjero, Aníbal Reni, de quien entonces no pude averiguar más. No sería sino años después que el amigo músico Dionisio Cabal me aclararía que corresponde al seudónimo de Eulogio Porras Ramírez. Y ahí quedó el asunto.

Sin embargo, el destino me tenía guardada una linda sorpresa, y por partida doble, pues hace pocas semanas, en uno de mis ocasionales recorridos sabatinos por las compraventas de libros de la capital, hallé “Sacanjuches”, un breve libro de cuentos de Reni -ilustrado con hermosas xilografías de Julio Solera Oreamuno-, más el librito “Perfiles al aire”. En éste, el extinto humanista Luis Ferrero compila las semblanzas de personas notables de nuestra cultura, incluyendo a Reni, nacido en 1895 y muerto en 1966. Sobre él habla con reconocida autoridad -pues fue amigo cercano y hasta medio pariente suyo-, resaltando de manera muy amena aspectos clave de la vida de este tímido y sensible literato.

Algo muy simpático es el origen de su seudónimo, que le fuera impuesto cuando tenía poco más de 20 años por su amigo Moisés Vincenzi -notable filósofo y escritor, quien sería nuestro primer Premio Magón-, quien junto con José Francisco Villalobos lo sumergen en un riachuelo de Atenas como ritual iniciático, y ahí mismo levantan un acta en la que se le ordena “hacer obra de arte con su canto” y otros juramentos más relativos a las bellas artes. ¡Pobre Eulogio! Con el argumento de que con ese nombre nadie leería su promisoria obra, Vincenzi lo despojó del de pila y le endosó uno mixto, derivado de dos famosos pintores boloñeses del siglo XVI: Annibale Carraci y Guido Reni.

Así que, ya bien empapado y bautizado por tan insólitos amigos, este alajuelense, que laboraría durante su vida como microscopista -supongo que con el Ministerio de Salubridad Pública de entonces- y quien incluso alguna vez hizo una pasantía en la Universidad de Michigan, empezaría a transitar por nuestro mundo rural. Hasta que un día recalaría en Guanacaste, que se le incrustaría en el alma para siempre.

Porque es cierto que escribió sobre otros lugares y cosas, como en su libro “Recados criollos” (1944), en los que -en palabras de Ferrero- su pasión por el indio y lo indio alcanza el clímax. De esos recados he hallado solamente uno en internet, que en una parte dice: “Escazú es el suave y lánguido sesteo que saboreó el cansado indio de ojos rasgados y piel de caimito; el aromado recodo que adentra el hechizo de su sol y de su brisa tal un extraño maleficio. Escazú es camafeo de la patria en donde el perfil único, conserva la tizona y el carcaj; el yelmo orgulloso y el bravo morrión de plumas de cuitzil. Escazú, estampa adentrada en nuestro corazón en delineamientos eternos de amor y de leyenda”.

Pero, sin duda, fue Guanacaste el que más lo marcó y del que aspiró los envolventes aromas de su tierra y su vegetación, captó sus exagerados colores y sonidos, palpó su contrastante naturaleza de alucinantes verdores o desoladoras sequías, y escuchó con genuino afecto y atención el espontáneo y hondo palpitar de tantos humildes corazones de origen chorotega, para convertir todas estas percepciones en poderosas e imperecederas imágenes del mundo guanacasteco.

Y es que basta con adentrarse en su “Sacanjuches”, título alusivo a un árbol de inflorescencias blancas y fragantes también llamado esquijoche (cuyo nombre actual es Bourreria costaricensis), para conmoverse al instante con los vívidos retratos en que Reni hace palpitar juntos la magia de esos agrestes parajes y el léxico tan peculiar y rico de los pobladores de esas tierras, quienes el 25 de julio de 1824 se anexaran e integraran a nuestra patria, para nutrirla y enriquecerla de múltiples maneras.

Por cierto, cuenta Ferrero que, ¡casi nada!, el célebre costumbrista salvadoreño Salarrué (1899-1975) le confió alguna vez que él se inspiró en Reni para crear sus célebres “Cuentos de barro”, gracias a cuentos como “Nido vacío”, “Jovita” y “El muerto”, que leyó en algún periódico rural que alguien le mostró, allá por 1928. Esos cuentos huérfanos no hallarían casa sino hasta 1936, en “Sacanjuches”.

Desconozco si alguien ha acometido la labor de escribir una biografía formal suya y de recopilar su obra completa, aunque el propio Ferrero indica que le fue imposible rescatar tres de sus libros inéditos: “Cruz Monte” (novela), “Pastizal maduro” (cuentos) y “Cuando el eco no vuelve” (poesía). También menciona “Arañitas de cristal” (cuentos para niños), más los poemarios “Campiña huetar”, “Serranías” y “Berilos”. ¡Ojalá fuera posible hacerlo, porque estamos en deuda con él! Eso sí, de seguro que habría que buscar en esos “periodiquitos de exigua circulación y agónica vida” -en palabras de Ferrero-, como los que un día alguien mostró a Salarrué, que posiblemente nadie conservó.

Escritor porque sí, porque le brotaba del alma comunicar y compartir sus sentimientos, lo que hizo con innegable calidad estética, rehuyó al relumbrón y a las capillas literarias urbanas, prefiriendo permanecer allá, “a la sombra del manzanillo” y hablando “al oído y en voz baja” -en su propias palabras-, y contemplando absorto los embriagantes crepúsculos, entre incesantes coros de grillos y el misterioso canto del alcaraván, mientras que el tremolar de marimbas lejanas sincopado con el batir de su corazón le reafirmaba que sí, que esa pampa guanacasteca es infinita, inmortal.

Amado, tan amado

Supe de Jorge Amado hace unos veinte años, cuando un amigo brasileño, Sérgio Mattos, me mostró uno de sus libros de poesía prologado por Amado. Después, la sensualidad, picardía y candomblé conjugados sabrosamente en la película Doña Flor y sus dos maridos, me indujeron a buscar sus novelas. Conseguí cuatro de ellas, que preferí disfrutar en un mal leído portugués, para no perderme el rico humor ni la agudeza narrativa de su autor, ni tampoco la cadencia propia de tan bello idioma.

Este año, tras tanto ansiarlo, conocí Bahía y también me encontré con Navegaçao de cabotagem, publicado en 1992. ¡Qué obra tan grata! Aunque resume 80 años de su fecunda travesía vital, el autor, indómito como es, advierte que se trata apenas de “apuntes para un libro de memorias que jamás escribiré”.

En sus páginas, repletas de historias y anécdotas, aparecen entremezclados en el tiempo y la geografía, tantos de sus amigos artistas, filósofos y políticos, algunos tan conocidos como Neruda, Eremburg, Cortázar, Guillén, Sábato, Onetti, García Márquez, Alberti, Guimaraes Rosa, Brecht, Moustaki, Belafonte, Vinicius, Jobim, Gil, Chico, Caetano, Picasso, Rivera, Niemeyer, Costa, Lukács, Sartre, Beauvoir, Gavras, Montand, Braga, Mitterand, Fidel, Ramalho Eanes y Sarney. Pero, en el fondo de su alma, sus seres preferidos son, y él lo remarca, esos desheredados que pululan por el litoral y los laberintos urbanos de su mágica Bahía. Con sumo orgullo reconoce que “soy un novelista de putas y vagabundos”, de lo cual es evidencia inequívoca su vasta obra literaria.

Aunque el título de dicho libro alude a los viajes cortos de los barcos que nunca se alejan de la costa, por humildad no dice el autor que, en verdad, su periplo ha abarcado todos los continentes y cientos de miles de corazones. Además, durante tan amplia y profunda travesía, en la proa de su buque han ondeado siempre, desafiantes e invictas, las banderas de la amistad, la libertad y la solidaridad. Ese es Jorge Amado y, por ello, es tan amado.

Hoy, con casi 86 años, continúa su invariable pacto con el pueblo bahiano, en sus miserias y alegrías, y disfrutando del amor cabal de Zélia, su infatigable y recia compañera de ruta. Quizás nunca le otorguen el Premio Nobel, pero ya obtuvo el más importante, pues “dondequiera que llegue, en las comarcas del mundo, provincias, metrópolis o villorrios, encuentro la mesa servida y escucho una palabra amiga”.

Es decir, con su autenticidad, congruencia y fidelidad a la humanidad, se ha sabido ganar los corazones de tanta gente y, con ello, la verdadera inmortalidad.

Altamirano

Hace unos cuatro años, una coincidencia me llevó a escribir un artículo periodístico, "Duverrán y Altamirano": la muerte de don Carlos Duverrán, y la lectura del libro "Cuentos del Tárcoles", de don Carlos Luis Altamirano. Fue un sentido homenaje a dos verdaderos maestros, de quienes tanto aprendimos muchos de quienes estudiáramos en el Liceo de San José. Aprendimos, en esencia, a respetar y cultivar la lengua castellana y, con ello, a reafirmar las raíces de lo que somos.

Aparte del homenaje en sí mismo, lo más grato fue recibir una efusiva llamada telefónica de don Carlos para agradecer mis palabras y, además, decirme que estaba complacido de que yo -biólogo como soy- pudiera escribir cosas de valor literario. Le agradecí también sus palabras y quedé de visitarlo.

Cuando lo hice, tras 25 años de no vernos, me sorprendió encontrarme con un hombre muy distinto de aquel lejano profesor severo y riguroso. Lo hallé más bien atlético, vital, jovial, íntimo, feliz de estar jubilado y dedicado a escribir como nunca antes lo pudo hacer. Me obsequió sus libros más recientes ("Cuentos del 56" y "Los símbolos nacionales de Costa Rica"), hablamos de las gentes del Liceo, de literatura, de la maltratada y alicaída lengua castellana, de valores cívicos y, sobre todo, de la naturaleza.

Al hacerlo, entendí de dónde provenían esas imágenes veraniegas de sus "Cuentos del Tárcoles", rebosantes de mar cristalino y espumoso, de crepúsculos llameantes, de chucuyos bulliciosos, de frutas grávidas de pulpa y miel, de montaña y fieras. Descubrí entonces a un don Carlos que no solo era ese conocido cuentista, poeta, ensayista, filólogo, educador y hasta ex-viceministro de Educación, sino también a un amante genuino de la naturaleza, a la que aprendió a querer desde niño, en sus recorridos por las orillas del Tárcoles y por el litoral Pacífico.

Además, puesto que durante varios años yo había leído algunas de sus hermosas imágenes de ríos, mares y bosques en artículos publicados en la prensa, le propuse una vieja idea. Se trataba de publicar una antología sobre textos literarios alusivos a la naturaleza, para sensibilizar a los ciudadanos acerca de la destrucción cotidiana de ésta y, de paso, estimular a nuevos escritores para incursionar en estos temas. Le gustó mucho la idea y quedamos de concretarla. No nos pusimos plazos ni presiones. Cada uno buscaría los textos que le parecieran adecuados, para después empezar a seleccionarlos y organizarlos. Sin embargo, tras más de un año de no vernos, hoy me han anunciado que la muerte, implacable e insensata como es, le arrebató sus ilusiones de escritor maduro, truncó sus manos pletóricas de planes y anhelos literarios.

Cuando escribí el artículo de "Duverrán y Altamirano", lo concluí con el siguiente pensamiento de Henry Adams: “Un maestro nunca sabe hasta dónde llegará su influencia”. Estoy seguro de que la mayoría de los ex-alumnos de don Carlos hoy podemos reconocer su huella clara e indeleble, tanto en su legado académico como en el cívico, porque fue un febril y devoto amante de nuestra patria. A mí, además, la vida me dio el privilegio de convertirlo en cómplice de la linda aventura de acrecentar el amor y respeto por la naturaleza a través de la literatura.

Y ahora sé que, aún en su ausencia, cuento con su tutela espiritual para concretar nuestro proyecto, y que por las páginas de la futura antología también vagará su niñez, llena de mar, crepúsculos, chucuyos, frutas dulcísimas, ríos y montañas, como las de este verano en que él se ha ido.

Un solo corazón, un solo llanto

Estupefactos. Así hemos quedado. Sin ánimo ni palabras para asimilar o expresar el dolor por la tragedia del hospital Calderón Guardia, convertido en gigantesca y grotesca antorcha en la oscuridad de la madrugada. Fuego alevoso, que calcinó a quienes dormían o laboraban -verdaderos ángeles terrenales que son las enfermeras-, luchando todos de cara a la vida. Víctimas que quizás ni siquiera tuvieron tiempo de percatarse de que esa implacable avalancha de fuego arrasaba sus vidas y sus sueños, llevando hasta el dolor más hondo y crudo a sus familiares y amigos.

Pero también víctimas de desalmados políticos y empresarios corruptos que han traficado con la salud y el dolor de este pueblo, derrochando en suntuosos lujos y banalidades el urgente dinero para la salud colectiva, así como de burócratas negligentes e ineficientes en sus labores de garantizar plena seguridad en los hospitales.

Y, entre esas víctimas, Alfonso Pérez Alvarado, muchacho noble y gentil, excelente basquetbolista, hijo y amigo extraordinario, a quien hoy hemos enterrado allá en su natal Turrialba. Hijo de Alfonso y Xinia, queridos amigos, y nieto del también amigo Johnny Pérez Bielly, aquel taxista insólito convertido en escritor, fallecido el año pasado.

Hace apenas tres semanas, cuando me contaron de su tumor en la cabeza, no lo podía creer, quizás porque me resultaba imposible imaginarlo enfermo, por su vitalidad y su condición atlética. Estreché su mano por última vez hace pocos meses, uniformado y entrando a la cancha del Gimnasio Nacional una noche, mientras yo buscaba a sus padres y a mi hija Darinka, quien regresaba al Valle Central tras una estadía en casa de ellos, compartiendo con Mónica, su mejor amiga. ¡Nunca podré olvidar su sonrisa de esa noche, espontánea y cálida, previa al deleite y pasión que sentía por jugar al basquetbol!

Eso nos dijo también de su sonrisa su valiente padre al recibir ayer el cuerpo inerte -ya sin la grácil elasticidad, ni la pícara destreza bajo el tablero-, y colocó de inmediato su fotografía sobre el féretro, para que siempre lo pensáramos sonriente. Y así lo evocaron ayer los centenares de personas que peregrinaron hasta su hogar malherido y quienes hablaron esta mañana en esa iglesia repleta de gente y desbordada de calor solidario y copioso llanto, incluyendo a sus compañeros del Liceo Experimental Bilingüe y de la Selección Nacional juvenil quienes, uniformados, se alinearon para escoltar su ataúd.

Cuando, entre aquella inmensa multitud, sin importar la muy extensa y empinada pendiente que conduce hasta el cementerio local, se prescindió del carro funerario y se portó el ataúd sobre los hombros de quienes tanto lo amaron, evoqué un verso del venezolano Andrés Eloy Blanco (“en hombros te llevaba el pueblo herido, / la múltiple cabeza descubierta”). Pero entendí entonces que, de tanto y tan sincero afecto hacia él, más que cabezas eran corazones también descubiertos, vibrando de dolor y solidaridad, hermanados en un solo corazón y un solo llanto por este muchacho único, a la vez que por una familia ejemplar y de fuerte raíz solidaria, hoy desgarrada hasta lo más profundo.

Hace poco más de un año, cuando los cuatro de la familia nos visitaran en nuestra nueva casa en Heredia, comenté a Alfonso padre que quería sembrar un roble corteza amarillo en mi jardín, junto con otros árboles, y él -solícito y servicial, como es- de inmediato ofreció conseguirme uno. Hoy está ahí, pequeño, pero pujante y hermoso. Sé que enfrentará rigores, pero sobrevivirá, y tengo la fuerte intuición de que su primera flor de amarillo intenso emergerá precozmente. Sí, intensa, como asumió Alfonso su fugaz travesía vital, irradiando y contagiando alegría y bondad.

Y ese venturoso día sonreiré en silencio, para responder en cómplice reciprocidad a su invariable y grata sonrisa, con la certeza de que en nuestro jardín ella iluminará las profusas floraciones amarillas en todos los veranos.

Páramos

La primera vez que oí la extraña palabra “páramo” (“El páramo, un lugar vecino al cielo…”) fue en el poema “A un año de tu luz”, del venezolano Andrés Eloy Blanco, siendo yo estudiante de secundaria. Me gustó mucho, pero nunca indagué sobre su significado. Ya en la Universidad, me reencontraría con dicha palabra en el título de “Pedro Páramo”, célebre y estremecedora novela del mexicano Juan Rulfo, con ingrato regusto a paisajes áridos y crudos, así como a almas desoladas.

Acostumbrado al profuso verdor y humedad de nuestro trópico, la sentía ajena y distante. Pero, recién empezando mi carrera de biología en la Universidad de Costa Rica, en el curso de “Historia natural de Costa Rica” me la topé de nuevo, pero ahora grávida de vida: la hallé cuando leía la guía preparatoria para nuestra gira al Cerro de la Muerte (que aún conservo, 33 años después, junto con mis apuntes de campo), escrita de manera amena y coloquial por Sergio Salas, entonces nuestro profesor, hoy querido amigo y co-fundador del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio). Y quedé deslumbrado, en una curiosa mezcla de aprensión y ansias por conocer tan insólitos ecosistemas.

El día de la gira, en abril de 1972, la cual consistía en varias paradas o estaciones para discutir sobre la geomorfología, clima, vegetación y fauna observadas en el gradiente altitudinal que conduce desde el Guarco hasta el Cerro de la Muerte (a 3400 m), me cautivó de inmediato ese majestuoso paisaje que se extiende a ambos costados de la Carretera Interamericana, subiendo por la cordillera de Talamanca. Porque ahí el aire se palpa cristalino y transparente y, de tan puro que es, cuando roza la piel o invade y ensancha los pulmones, provoca una sensación de vitalidad y placer infinitos. Ese día -como en una especie de revelación-, descubrí la sin igual vegetación de nuestras montañas de altura, con abundantes lauráceas (parientes del aguacate) y melastomáceas, compactos robledales o encinares (a veces con árboles de hasta 50 m de altura), y también un fascinante micromundo de líquenes, licopodios, esfagnos y otros musgos. Y, al final, cerca del Cerro -donde el frío es tal que impide la presencia de árboles-, el ansiado páramo.

¡Desconcertante! Sí, pues recuerdo que mi impulso inicial de llegar hasta la cumbre se refrenó ante el fuerte efecto de la presión atmosférica y, con la respiración entrecortada, apenas pude mantener el paso lento y comedido, para empezar a escalar tan rocosos parajes. Ya después, algo entumidos, recorrimos el lugar por estrechos senderos entre punzantes cañas de chusquea y puyas, emergentes entre la alfombra de la extensa vegetación achaparrada de arrayanes, senecios, valerianas, castillejas, calceolarias, violas, anturios y bomareas, muchas de ellas con flores diminutas y vistosas. ¡Ah bello mundo de miniaturas y fina orfebrería!

Años después, volvería -por hasta una semana, varias veces-, ya como estudiante o como ayudante en cursos y, cuando tenía algún rato libre, me iba solo para, sentado sobre alguna roca, liberar mi mente en una especie de catarsis, extasiado ante tan conmovedor silencio y penetrantes fragancias silvestres, dejando fluir mis sentidos en sintonía con ese prodigioso entorno. Y, para fines de 1986 -tras superar una crónica dolencia en una rodilla-, por fin pude concretar mi sueño de ascender a Chirripó, el punto más alto del país (a 3820 m), como lo narré en el artículo homónimo (Semanario Universidad, 5-II-87), uno de los más bellos y sentidos que he escrito.

Es por esto que todo lo que aluda a los páramos me atrae con fuerte magnetismo. Y es así como, cada vez que hojeo el libro “Chirripó. Un viaje a la montaña mágica”, en cuyas láminas el cirujano cardiovascular y excelente fotógrafo Juan José Pucci nos deleita hasta el vértigo con esa simbiosis de su lente de artista con las bellezas de esos parajes, revivo mis vivencias de formas y colores inefables, de frío glacial y hospitalidad silvestre, de sencillez y magnificencia juntas.

Empero, como además de ese goce estético, la peculiar riqueza geológica y ecológica de los ecosistemas invita a ser estudiada y comprendida, ¡cómo no celebrar la reciente aparición del libro “Páramos de Costa Rica”, editado por el amigo Maarten Kappelle y su colega Sally Horn!

Voluminoso, en las más de 700 páginas de texto -ilustrado con 60 fotografías y cinco mapas a colores, y producido por el INBio- sus 37 autores (nacionales, holandeses, alemanes y estadounidenses) han abordado, de manera rigurosa y con visión de conjunto, casi todas las facetas imaginables de los páramos de Costa Rica: clima, geología, geomorfología, depósitos glaciares, suelos, lagos, paleoecología, biogeografía, biodiversidad florística y faunística, así como las comunidades vegetales terrestres y acuáticas, para culminar con una pertinente y amplia discusión acerca de su conservación y desarrollo, incluyendo algunas propuestas de alternativas para el uso racional de estos importantes ecosistemas, hoy seriamente amenazados.

Maarten, holandés de nacimiento y ahora casi tico, quien por más de 15 años ha estudiado los páramos junto con nuestros bosques nublados y robledales, tuvo la excelente y noble idea de dedicar el libro a Adelaida Chaverri, fallecida hace dos años. Y esto es así no solo porque esta recordada colega y amiga, coautora póstuma de tres capítulos del libro, fue quien lo acogió a él en la Universidad Nacional cuando llegó al país, sino que también fue pionera e infatigable investigadora de nuestros páramos; asimismo, propuso la creación del Parque Nacional Chirripó, para así preservar estos maravillosos ecosistemas.

Por eso, invitados por Maarten, quienes acudimos a la presentación del libro -contrarrestando la pertinaz lluvia y el fuerte frío, en la tarde del viernes 14 de octubre ahí en el INBioParque- con palabras y hasta una canción la evocamos, en un cálido convivio. Y, consciente de su distancia física, reincidió en mi mente el breve pero significativo verso “el páramo, un lugar vecino al cielo” y pensé que, de tan vecinos, deben ser lo mismo, y que es ahí donde hoy mora Adelaida.

Jamaica

Pareciera fácil escribir sobre esta isla, tras recorrerla hasta lo profundo de su geografía de selvas y litoral: de Kingston a Saint Ann en el norte, a Port Antonio en el noreste, a Port Morant en el sureste, y a Montego Bay en el noroeste. Pero, en realidad, me ha costado hacerlo porque, como el azogue, Jamaica es huidiza a mis palabras. Quizás sea por esa especie de transmutación que percibo siempre en las cosas y gentes del Caribe, donde lo que parece no es.

Vine a una consultoría como especialista en insectos, buscando una plaga de maderas preciosas como la caoba y el “blue mahoe”, su árbol nacional. Pero, tras dos semanas agotadoras de penetrar en las exuberantes y escarpadas reservas forestales donde supuestamente estaría esta plaga y de cortar numerosos árboles afectados, no la hallamos. En realidad, el daño se debe a otros factores, de manejo silvicultural.

En sus bosques, eso sí, vi cosas maravillosas y sorprendentes. Hay caracoles por todas partes, algunos muy grandes; más de una vez emergió veloz una mangosta (carnívoro enemigo de serpientes, introducido desde la India para combatir ratas de la caña de azúcar, y que se tornara en una seria plaga); y, afortunado, en mi última visita al bosque me topé con un colibrí (el ave nacional, llamada “doctor bird”) majestuoso, con una inmensa cola bifurcada, que no le impide dibujar sus febriles, precisos y tornasolados trazos por los aires, ni tampoco cernirse incesante a libar el néctar de las flores.

Pero, aparte de estas y otras vivencias de su historia natural, aprendí más sobre la dimensión humana del país caribeño más grande con una población totalmente negra y de habla inglesa. Fue una nueva experiencia sentirme minoría en color (bien pálido que soy, y en medio de seis u ocho negros todos los días), aislado en mi comunicación por el ininteligible pero musical lenguaje patuá (Yeahman! Wha ta gwaan? Yu a´right?), sumergido todo el día en la cadencia del “reggae” de la radio (que descubrí hace más de 20 años en las voces de Bob Marley y Peter Tosh, cuando era estudiante de postgrado en California) y, sobre todo, ser bien recibido en todas partes.

Porque eso tienen estas gentes: bondad y generosidad. En medio de su agricultura de subsistencia y crónica pobreza, más que evidente en los desaliñados villorrios alineados a lo largo de las empinadas, retorcidas y angostas carreteras (a veces con su cementerio privado al lado de sus casas, con tres o cuatro tumbas, por falta de terrenos), siempre tienen algo para ofrecer. Cuando, por nuestros impredecibles horarios nos quedamos sin almorzar, apareció oportuna la mano de estos pobres tan pobres para (con una maestría con el cuchillo y la navaja que nunca antes vi) pelarnos al instante naranjas, yuplones, pipas, caña o “jackfruit” (jaca), e incluso ofrecernos de su mesa el exquisito “ackee” (seso vegetal) con pescado salado, “callaloo” (bledo), “yam” (ñame), fruta de pan, “jerk chicken” (pollo a la parrilla), patí o su sopa jamaiquina de gallina.

De abigarrada indumentaria y desaprensivos, quizás indolentes, disfrutan de la vida a su manera (de los formales ingleses heredaron la ubicación del volante al lado derecho del automóvil, lo que al principio me causó pavor en las angostas carreteras, donde uno no sabía quién era el que iba o venía en su carril). Por eso no es extraño ver a hombres o mujeres desnudas bañándose en ríos, o a agricultores fumándose un pitillo de marihuana con la mayor naturalidad. Y, en todo pueblo, siempre aparece alguno de los practicantes de la religión rastafari con sus larguísimos, finos y entreverados colochos, así como sus grandes gorros tejidos y vistosos. Además, de cualquier rincón surgen de súbito mujeres cadenciosas, esbeltas y de formas espléndidas, cuyos pícaros ojos y sonrisa resaltan con sensualidad sobre el hermoso azabache de su piel.

Sí, esto fue lo que mis ojos vieron y mi pecho sintió, al compartir con un pueblo resurgido con dignidad de los tiempos espantosos del dolor y la humillación de la esclavitud, y cuna de la mayoría de nuestra población negra de Limón y de la amada Turrialba, donde vivo.

Y, ya de despedida, mientras el avión toma altura, tarareo para mí solo el calipso Jamaica farewell, que Harry Belafonte -inmenso como artista y como ser humano- supo inmortalizar. Entonces recuerdo a Debo, aquel simpático y locuaz pulpero-cantinero del minúsculo Clarks Town, a quien le pedí que la cantáramos a dúo, él en inglés y yo en español.

Al terminar, con un fuerte abrazo y los ojos húmedos nos despedimos, llenos de sentimiento y de hermandad, esa que aflora tan espontánea en los jamaiquinos.

En La Fortuna

Son la humedad del aire, la continuidad del agua, y el temporal y el barro pródigo, los risueños caminitos de agua -remedos de quebradas- poblados de chinches y abejones, berros y olominas. Sudor de equino, aroma de boñigas, o aliento de maderas robadas a la selva.

Es todopoderoso aquí el caballo, desde hoy, hasta ayer y hacia mañana, porque como las rocas son sus cascos, como sus crines las hirsutas montañas, como su músculo y nervio la espesura y la fibra del bosque milenario.

Este bosque se forjó en los volcanes, nació del fuego, y así brota, emerge total entre la discreción del magma vomitado, cubre la lava, la acaricia con sus nudosas garras, la convierte en madre, en hermana nutricia y la incorpora a su vida. Así sube, incontenible, y en su frondosidad se colma de alas, de garras, de colmillos, de picos, de crestas, de corazas y gestos, de fauna indisoluble, y en sus venas fluviales viajan hacia el océano escamas, aletas, algas, sangre sedimentaria.

Volcán y bosque, caballo y hombre, son los sujetos claves de esta vida de siempre. Sobre la verde y cruda piel, relincho y voluntades paren poblados. Hombres de inmensas manos y pecho enrojecido, y con ellos mujeres absolutas, inauguran las vidas del mañana.

Por ellos es que hoy escribo desde La Fortuna, pueblo de San Carlos, y evoco por su huella y cicatriz dejadas en esta tierra a mi padrino y tío, domador de estos aires.

¡Adiós, viejo Estadio Nacional!

Aunque nací en Naranjo de Alajuela, sería San José mi provincia de infancia y juventud, pues la familia se trasladó a la capital cuando yo tenía menos de cuatro años; siempre al sur, primero en Barrio Bolívar por unos cuatro años, y después Calle Morenos, donde aún reside parte de mi familia.

Entre la difusa maraña de mis recuerdos de entonces, emerge diáfano el fútbol. Primero, por las infaltables mejengas en las estrechas calles de Barrio Bolívar, con regusto a prohibición, pues de repente aparecía la figura de una señora a quien llamaban Vitola e incautaba la bola o -convocados por ella por teléfono-, de súbito emergían los policías, ya fuera en una blanquinegra y larga “cuña” o una horrible “perrera” verde oliva, y con matonismo capturaban a quienes no pudieran huir a tiempo. Pienso que mi aversión hacia lo militar nació en esos días, ¡quién lo diría!, gracias al fútbol.

Asimismo, recuerdo de manera vívida -y mi nariz aún retiene el aroma de aquellos confites en los que venían envueltas las postalitas- un álbum con fotografías de jugadores de fútbol de primera división. Yo tenía el gusto de conocer a dos destacadas figuras futboleras: don Alfredo (Chato) Piedra -entrenador entonces-, quien vivía frente al Cementerio General, así como Felipe Induni, portero del Saprissa, que a veces llegaba a nuestro barrio, pues su tía Aida vivía al lado de nuestra casa. Además, en nuestra misma calle vivía don Luis Paulino Siles, árbitro de primera división, como lo sería su hijo homónimo años después.

¡Ni se diga de mis primeros cuadernos de escuela! Inducido por mi hermano Ricardo, yo hacía dibujos del Flaco Pérez ubicado bajo el marco deteniendo un penal a Juan Ulloa o, a la inversa, de Carlos Alvarado vencido por un fulminante remate de Alvaro Murillo. Porque, así era: en mis cuadernos el vencedor siempre era el Saprissa, en contraste con los de mi hermano, en los que siempre ganaba la Liga Deportiva Alajuelense.

Hereje, pues siendo liguista toda mi familia yo era saprissista, ahora sé que gracias a un novio de mi hermana Kata, quien para persuadirme un día me llevó de “moscón” -y nada menos que a la gradería de sombra- a ver un importante partido entre el Saprissa y el Herediano en el Estadio Nacional. Curiosamente, tengo grabadas en mi memoria apenas tres imágenes de tan reñido juego: un lleno a reventar, la efusiva voz de Luis Cartín por los altoparlantes anunciando las alineaciones y el elegante Danilo Montero burlando a placer la zaga morada, para dolor nuestro.

No imaginaba yo ese día que pocos años después el destino haría de ese estadio, que era algo así como la catedral de nuestro fútbol, casi parte de nuestro ya de por sí grande patio trasero.

Porque, ¡aaah maravilla! Trocar hacinamiento y asfalto por libertad y verdor, en esa zona suburbana más bien despoblada y hasta pueblerina, cubierta de cafetales y árboles frutales y, ¡casi nada!, la vastedad de La Sabana, colmada de canchas de fútbol, junto con el aeropuerto más el imponente estadio, del cual, cuando se producía un gol o alguna jugada electrizante, brotaba el multitudinario y desahogado rumor de a veces más de 20.000 personas, inundando todo el barrio.

Sin duda, ese era el entorno óptimo para concretar mi sueño de ser futbolista de primera división mas, ¡pobre de mí!, los genes no daban para tanto: nunca pasé de ser un insaciable mejenguero. Cuando mucho, jugué como centro delantero -y tenía buen olfato para anotar- con dos equipos infantiles y uno juvenil, de los cuales nosotros mismos éramos los directivos y una vez incluso me tocó hacer de director técnico, eso sí, con la condición de no salirme de la cancha, pues no estaba dispuesto a sacrificar por nada mi fiebre de jugar.

¡Fútbol, fútbol, fútbol a todas horas, aún a costa de nuestras notas escolares, más bien mediocres! Jugábamos en los recreos de la escuela, de camino a la casa nos veníamos pateando piedritas y, tras almorzar y hacer lo más rapidito posible las tareas, iniciábamos la mejenga en nuestra amplia calle o nos íbamos para La Sabana, hasta que anocheciera. En ésta los sábados había muy disputados campeonatos -tanto, que con frecuencia terminaban en gresca-, ya fuera de empleados públicos o de casas comerciales, y los domingos los había de los barrios josefinos, donde el nuestro estaba representado por el Turcios F.C. y el Morenos F.C., por cierto (¡cómo no!) enconados rivales.

A eso se sumaban nuestras frecuentes y semiclandestinas visitas al billar de Memo Ramírez, de cuyas paredes colgaban grandes y vetustas fotos de numerosos equipos, incluyendo los recordados y otrora gloriosos Club Sport Libertad y Sociedad Gimnástica Española. Y, para dar vigencia real a nuestro fervor futbolístico, como todos los equipos capitalinos entrenaban en las canchas aledañas al estadio, varios días a la semana tomaban los autobuses de Sabana-Estadio los jugadores del Saprissa, Orión, Uruguay o Barrio México. De hecho, varios de ellos terminaron de novios de algunas lindas muchachas del barrio.

Pero el clímax de nuestra pasión futbolera eran las asiduas visitas al estadio, todos los miércoles y domingos. Sin dinero para hacerlo tan seguido, algunos se organizaban para distraer a la policía y, con suma rapidez y destreza felina saltarse las tapias. Nunca tuve las agallas para colarme. Por eso, junto con numerosos amigos aprovechábamos que casi siempre abrían las puertas al empezar el segundo tiempo -ya fuera en partidos locales, o contra equipos extranjeros-, y así podíamos disfrutar de al menos la mitad del partido. Ello dio origen al verbo “segundear”, creo que acuñado por mi hermano Ivo, que después se convirtió en palabra de uso común. Incluso, decíamos que la acepción de los famosos Clubes 4S ahí era otra: Sindicato de Segundeadores de Sabana Sur.

¡Cuánto palpitar de corazones viendo a nuestro equipo jugar, que para entonces ya era la Liga, pues Ricardo se las ingenió para “volcarme”, lo cual hoy le agradezco! ¡Cuánta alegría o tristeza, compartida por todos cuando jugaba la Selección Nacional! ¡Ah memorables jornadas! Y, sobre todo, ¡cuánta amistad reafirmada, pues no importaba que fuéramos hinchas de equipos contrincantes, para disfrutar como amigos de esas hermosas faenas de competencia deportiva!

Por eso, aunque ahora bastante distanciado del fútbol y de mi barrio, al enterarme de súbito de la pronta demolición de tan significativo y entrañable coliseo deportivo y de que el último partido se jugaría hoy domingo 11 de mayo, ayer llamé a mis dos mejores amigos, José Luis Murillo y Ronald Zúñiga, con quienes compartí infancia, juventud, mejengas, “segundeo”, “liguismo” y muchas cosas más, para que fuéramos a ver -¡sin segundear esta vez!- el último partido, disputado entre el Brujas F.C. y el representativo de la Universidad de Costa Rica, Alma Máter de los tres.

En una mañana plomiza y melancólica, por fortuna la lluvia se contuvo. Quizás los cielos entendieron que no había que estropear el ritual de los centenares de aficionados que al concluir el partido ingresaríamos a la gramilla para, con el corazón conmovido por tantas añoranzas, tomarnos fotos frente a las graderías o bajo los marcos donde tantos goles fueran definitorios (¡incluso un tipo recortó y se llevó completa la fatídica mancha de penal del marco oeste!). O tan solo para tocar el verde piso de ese rectángulo sobre el que por casi 84 años corrieron las piernas de tantos atletas, derramando sudor al batir de sus corazones, en pos de la gloria.

Y muchos lo lograron, pues se quedaron para siempre en nuestra memoria. Sin saberlo ellos, hoy ahí los evocamos con gratitud.

Chirripó

Subir, subir, subir. Son muchos los kilómetros, escarpadas las pendientes, débiles los pies y la espalda para acometer el desafío. Pero la recompensa es gratificante: es tocar bien de cerca el cielo con las manos, y es mucho más que eso.

Alturas antes inimaginables. Vastedades de páramo colmando el paisaje. Valles y macizos bellísimos, que no pueden disimular su alma de piedra. Todo es piedra, cañas de chusquea que con sus lanzas foliares son guardianas de estas cumbres, arrayanes compactos, gramíneas tenaces. Son estos los dominios de la piedra, del viento y del silencio. Alguna vez los glaciares posaron en la roca su cuerpo milenario, la fisuraron con sus dedos helados y dejaron al viento su labor inconclusa. Con su cincel de tiempo el viento ha esculpido las montañas y legado riscos, filones, lajas, cañones, grutas, cascajos, crestones: todos los sustantivos de la piedra. Y entre la piedra el agua: lagunas plácidas, azulísimas, inmensas, y riachuelos rumorosos que corren tierra abajo.

Si los ojos se llenan con los colores nítidos del agua, de las plantas y del cielo, y con la maravilla de los perfiles advertidos, el pecho se conmueve ante el silencio y la soledad. En las alturas del Chirripó uno percibe la majestuosidad del mundo natural y la pequeñez humana, y una recóndita pulsación telúrica conduce a la contemplación embriagadora, al éxtasis, a la paz del encuentro con uno mismo, a la sensación de que las rocas, el aire y el agua, así como las plantas y los pocos animales que rara vez se asoman, han establecido un pacto de armonía y silencios para guardar verdades insondables.

A ese mundo de alturas planetarias he subido al terminar el año. He bajado con los pies maltrechos por las caminatas, con un malestar en el vientre por ver los árboles carbonizados en grandes extensiones -víctimas de manos vandálicas-, con el corazón palpitante de júbilo, con la certeza de que volveré, porque sé que hay algo allá arriba que siempre me esperará, que siempre me colmará. Y creo, amigo lector, que cuando usted suba -si no lo ha hecho ya-, vivirá sensaciones parecidas y siempre, también, querrá volver.

Atardecer en Campeche

Cae la tarde. Se parte en dos el cielo marino: abajo los celajes, más bien tímidos, y arriba el intenso azul, iluminado por una impecable luna en cacho. Sucede aquí en Campeche, este bello recodo de la península de Yucatán bañado por el mar Caribe.

Ciudad anfibia, le quitaron una gran área al mar y entonces desplazaron todo. Antaño víctima de piratas codiciosos, alentados por la fácil aventura de robar lo ya acumulado (y quizás por el adagio de que "ladrón que roba a ladrón..."), debió de ser rodeada con una gruesa y sólida muralla, con tan solo una puerta de entrada y otra de salida. La Puerta de Mar, arco imponente y solitario hoy, es tan solo la reliquia del dintel que atestiguó el flujo de injusticias con los indígenas y el trasiego de sus riquezas hacia España, y funciona como hito entre la ciudad colonial y la sección surgida sobre el mar.

La zona colonial es cálida y hermosa, con angostas calles de empedrado reluciente y faroles en vez de postes. Recorrerla en el silencio de la noche es como transportarse en el tiempo, recuperando ecos pretéritos de sus paredes añosas, que son altas y de vivos colores, proyectadas en sus balcones de hierro, y rematadas por techos planos. Evoca uno a parientes cercanas, ya sea junto al mar, como en Cartagena, La Habana Vieja o Bahía, o encumbradas, como en Antigua Guatemala.

El segmento de la ciudad nueva, montada sobre la somera plataforma continental, es un amplio corredor hecho para que el viento juegue libre. Ahí está el largo malecón, que domeñó las aguas, ahora extensamente mansas, malecón del fresco atardecer de este viernes de abril, que recorro con una ingravidez placentera.

Sus poyos, bien espaciados, están repletos, casi todos con parejas atareadas en amores, como si el mundo se acabara esta noche. En uno por ahí hay un hombre absorto que rasga lentamente su guitarra, haciéndola gemir. En otro, una madre plena amamanta a su niño. En otro más, un tipo melancólico, víctima de algún naufragio en seco, se aferra a un poemario y una cerveza. Más allá, dos nobles viejos apaciguan nostalgias, sentados en gustosas poltronas traídas de su casa.

Poyos, poyos, poyos, como vitrinas donde se muestra el mundo, desaprensivo y grato, confiando en el mañana. ¡Qué lindo ver la vida discurriendo espontánea! ¡Qué alegría de vivir!

Aquel barrio que fue

Nacido en Naranjo de Alajuela, con apenas siete años llegué a residir a Calle Morenos, en Sabana Sur, tras haberlo hecho antes en Barrio Bolívar. Cambio notorio pero grato, al mudarnos desde el hacinado sur de la capital hacia la zona suburbana de La Sabana que, relativamente deshabitada en su derredor, aún tenía mucho de pueblerina. Predominaban extensos cafetales, como los de los Fernández, Ramírez, Vargas y Perlaza, con ardillas a granel, que algunos cazaban para mascotas. Y, tan rural entonces, que guardo vívida en mi memoria la imagen del tropel de vacas de ordeño que cada tarde Coqui Perlaza traía de un potrero, desde el bajo que remata en el río María Aguilar; ahí, en medio de incontables inmundicias, solíamos pescar olominas con nuestros pascones, para surtir nuestras peceras hechizas: apenas un frasco confitero, arena, piedras y alguna matita acuática.

Por cierto, en la vereda del río estaba la casita de “Mechas” (calvo, irónicamente), viejo y huraño zapatero remendón. Aún retengo en mi mente los fuertes olores del pegamento y de las suelas de “neolai” -que reemplazaron a las de cuero- machacadas en la desgastada “pata” metálica y trabajadas con destreza con la navaja y la lezna. Y también las paredes con fotos de mujeres desnudas, entremezcladas con la del reformador Calderón Guardia -y quizás del líder comunista Manuel Mora-, pues ambas eran infaltables en las zapaterías, ya que este gremio tuvo una muy activa participación en los movimientos sociales de los años 40, que marcarían para siempre la historia patria. “Mechas” era quien nos sacaba de apuros, tras tanto romper zapatos por andar pateando piedras dondequiera.

Porque nuestra infancia fue absolutamente futbolera. Y, ¡cómo no! ¡Si teníamos al lado aquella Sabana, tan vasta como el ancho mar! No fue sino cuando pude ir a conocer el mar, en el tren que a punta de agudos pitazos nos remarcaba las horas, que me percaté de que había algo más ilimitado que esa alfombra de reluciente verde, cundida de blancos marcos para jugar al fútbol, infinita en la retina y el corazón de nuestros impolutos sueños futboleros. Solo la noche tenía el poder de cortar las interminables mejengas, aunque más de una vez las interrumpimos para perseguir con nuestros chilillos de olivo a las mariposas colipatos que colmaban los cielos, en algún agosto venturoso.

La esquina de La Floresta, pulpería y cantina de los hermanos Perlaza, era como el gozne entre La Sabana y nuestro barrio. Parada de autobuses, con el único teléfono público de aquellos antiguos, y también de farra y peleas en los campeonatos que se disputaban al frente los sábados y domingos, donde convergía gente de toda la capital. Para nosotros, también especie de atalaya futbolera, pues ahí nos reuníamos los miércoles por la noche y los domingos al mediodía para ver cómo pintaba el partido de fútbol de turno y, dependiendo de su emoción y tensión, irnos a “segundear” -verbo nacido en nuestro barrio-, pues en el segundo tiempo abrían las puertas del Estadio Nacional.

Pero, puesto que La Floresta era más cantina que pulpería, para nuestras sabrosas tertulias nocturnas más bien preferíamos irnos a La Victoria, de Chalo Rodríguez, en la propia Calle Morenos, donde concurría y departía mucha gente de tan variopinto barrio, desde profesionales hasta legítimos campesinos, así como una catizumba de mocosos que años después, ya como estudiantes universitarios, mantuvimos fidelidad absoluta a ese enriquecedor ritual colectivo, en el que se abordaba cualquier tema. Nunca olvidaré la vez que Chico Mena, aquel viejito enjuto y curtido de palear en los cafetales, así como de manos callosas y teñidas de nicotina, tras comentar que le molestaba algo dentro del cuerpo, en una especie de revelación, dijo: “Hombré… yo he estado pensando que uno tiene algo por dentro. Algo debe haber ahí. No creo que el cuerpo esté vacío”.

Sí, porque como en aquel “Cafetín de Buenos Aires”, del cual Discépolo rememorara que “en tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas, yo aprendí filosofía, dados, timba y la poesía cruel de no pensar más en mí”, en torno a La Floresta y La Victoria nos metamorfoseamos de niños a adolescentes y a adultos casi sin percatarnos, excepto cuando el batir del corazón nos anunció que había brotado en nosotros el amor por alguna de las bellas muchachas del vecindario.

Y ahí se forjaría también el sentido de comunidad y de la amistad genuina, reforzados en las reñidas pero amistosas mejengas; en el apoyo a nuestros tres equipos (Turcios, Morenos y Reims), que nos permitiera viajar a muchos puntos del país y culminar cada convivio en el salón de baile local; en los disputados juegos de trompos, bolinchas, puros, papalotes, escondido y rayuela; en las animadas conversaciones alrededor de las portaviandas en que nos llegaba el almuerzo, durante las cogidas de café; en los viajes matutinos a la Escuela, sentados sobre las cajas con botellas de vino en el camión repartidor de la fábrica Ramírez y Vargas; en los turnos y reinados de belleza (¡una de cuyas reinas sería mi primera novia!) organizados por la iglesia, regentada por muy queridos padres mexicanos.

Dejé mi barrio hace muchos años, pero en una visita reciente a mis hermanos me percaté de que, tras más de 70 años de ser un indiscutible hito geográfico y afectivo, La Floresta fue derruida, como antes lo fuera La Victoria y también numerosas casas añoradas, para dar paso a los grandes edificios comerciales que tanto han proliferado en esa zona. Entonces, presa de la nostalgia y estremecido el corazón, sentí húmedas las mejillas y casi inconscientemente tararee, con cadencia de tango: “Viejo barrio, perdoná si al evocarte se me vierte un lagrimón, que al rodar en tu empedrao es un beso prolongao que te da mi corazón”.

Barcelona

Ha empezado la primavera, amargada por el estallido del fuego despiadado y criminal sobre Iraq, a pesar del clamor universal del humanismo y la sensatez. Estoy en Barcelona, ciudad llena de historia y hermosura en todos sus rincones. ¡Cómo fluye la vida por estas calles, espontánea y maciza! Vigías del tiempo, las coloridas y heterodoxas formas arquitectónicas de Gaudí enmarcan el ritmo trepidante de cada día. Pero, en medio de esa marea cotidiana y aparente anonimia, hay calor humano y gusto por vivir.

La Rambla, amplio y bellísimo bulevar, está saturada de aromas, sonidos y colores. Huele a historia, brotada de los edificios centenarios que la delimitan, pero también a comidas cosmopolitas que invaden el aire. Y la multitud rumorosa se detiene a intervalos a curiosear en los puestos de revistas, flores, artesanías o mascotas y, más aún, a deleitarse con las estatuas o marionetas humanas -de múltiples fisonomías, atuendos y colores-, los cartomantes, prestidigitadores y magos, los caricaturistas instantáneos, los pintores e, incluso, una pareja que enciende un tocacintas y se suelta -más que a bailar- a oficiar un tango. De manera tácita, con un sombrero o una lata sobre el suelo, todos solicitan una propina, seguros de que las pequeñas dádivas de su cómplice clientela les permitirán sobrevivir, para retornar mañana y siempre a compartir su creatividad.

Más tarde subo por la colina de Tibidabo, pero me despisto y no puedo detectar los enervantes efluvios de la pastelería de aquel Josep Vicenç Foix descrito por Joan Manuel Serrat como gran pastelero y gran poeta (“Cuando llueve bailo solo. Me visto de algas. Me visto de espumas. Sé que el mar está a mi alrededor y que encima mío no hay más que un pedazo de cielo escarlata...”). Después el funicular me lleva hasta la iglesia que corona su cúspide desde donde, en medio de un silencio conmovedor que me contagia para invocar la paz en el mundo, contemplo la ciudad, explayada al lado del majestuoso mar Mediterráneo.

Concluida mi labor científica aquí, parto hacia Montpellier, en Francia, donde debo continuarla. El tren penetra en las amplias y feraces tierras del interior, con verdes prados y predios de hortalizas delimitados por cercas de piedra y tapavientos de árboles. Avanza por poblados con bellos nombres catalanes, y pasa por Figueres, donde naciera, realizara gran parte de su obra y muriera Salvador Dalí.

Pero cerca de la frontera con Francia el paisaje cambia de manera radical, pues los montes Pirineos estrujan al ferrocarril hacia el litoral. Entonces emerge, frente a los cortes abruptos de las masas montañosas, el esplendor de la Costa Brava y después -ya del lado francés- la hilera de preciosos villorrios blancos, marítimos y vinícolas de la Cataluña francesa, engastados en colinas áridas, pedregosas y de vegetación achaparrada, opacas contra el reluciente azul del Mediterráneo.

Entre ellos diviso un nombre que me estremece el corazón, Collioure, donde el poeta sevillano Antonio Machado “viejo y cansado, a orillas del mar, bebióse sorbo a sorbo su pasado” (en palabras de Serrat) y sufrió el exilio y la muerte, a inicios de 1939. Aquí reposan sus restos. Y también está en este aire de marzo la inspiración de un poema postrero, de un solo verso o quizás trunco (“Estos días azules y este sol de la infancia”), que hallaran en su abrigo, tras su muerte.

Conmovido, disfruto del resto de la travesía por la hermosísima región del Midi o Mediodía francés, entre viñedos -algunos ya asomando sus flores rosadas intensas, inducidas por la primavera-, salinas e inmensas marismas. Pero su significado se acrecienta cuando mi vecino de asiento -erudito catalán residente en Francia-, me cuenta sobre la historia de estas tierras, disputadas por romanos, visigodos y francos, así como de la persecución y carnicería masiva de la secta católica de los cátaros o albigenses en el siglo XIII, por orden papal.

Días después, repaso la belleza de este paisaje, impregnado con tanta historia cruda y dolorosa, olorosa a inquisición, en mi viaje de regreso a Barcelona. Por la tarde voy al centro de la ciudad, donde las pancartas y mantas de “Aturem la guerra” convocan a gigantescas multitudes a detener la guerra en Iraq. En el metro, en la hora pico, un trovador se abre paso entre la multitud y canta una linda canción, que desconozco. Pero, antes de que sea tiempo de cambiar de estación y de recoger su propina, su voz impecable y cálida revive a John Lennon en las frases sencillas, utópicas y penetrantes de una Imagine que me galvaniza el alma.

Ello me hace recobrar la confianza en una humanidad que hoy, desbordada en las calles de esta y otras ciudades del mundo, reafirma la esencia de la hermandad y de la solidaridad para desafiar con valentía la ceguera, la prepotencia y la codicia de los irracionales y los poderosos.

Bahía

Salvador, en Bahía, es una ciudad desmesurada y mágica. Es árbol de raíces africanas anclado en el litoral brasileño, y sus frutos, híbridos, son únicos y exquisitos. La costa, indomable, se alarga a tirones, interminable, hasta agotar la vista. El mar esconde, insondable, el misterio de Yemanjá, diosa que premia o castiga sin dobleces.

Aquí coexisten decenas de iglesias católicas (todas coloniales y bellas, algunas con interiores de oro puro) con las también decenas de congregaciones del candomblé. Orixás y santos se transmutan, y en este sincretismo tan curioso ya San Antonio no se molesta porque le llamen Oxum, ni a Yansá le importa que le digan Santa Bárbara; Janaína y Santa Lucía se prestan vestidos y alhajas; y Oxossi se va de juerga con San Francisco.

La abigarrada zona colonial, Pelourinho, es preciosa. Sube y sube desde la costa, quebrada y retorcida, con estrechos callejones de piedra y angostas casas de colores vistosos, con balcones, mientras que en el aire se esparcen las fragancias de frutas y viandas. Pululan las mulatas, rítmicas y sensuales, hermosísimas. Y saltan en cualquier sitio los retumbos de tambores, invitando a danzar batucadas, así como el gemir agudo y juguetón del berimbau, acompañado por los estilistas de la capoeira, esa mezcla de pelea ritualizada y ballet callejero. Es quizás la ciudad más viva del planeta, porque la gente sabe disfrutar de la vida cada día.

Testigo de ocasión de estos deleites que embriagan mis sentidos, llego a esta costa tras veinte años de soñarla, desde que en Pittsburgh conocí a Sérgio Mattos, poeta y periodista, y amé a una mujer que se fugó hacia estos lares.

Durante tan larga espera, me conformé con palparla valiéndome de otros. De Dorival Caymmi, con sus apacibles tonadas melancólicas sobre pescadores que nunca regresaron. De Joao Gilberto, sencillo, mirando un barquito que se desliza lento por un mar de aguas relucientes. De Toquinho y Vinicius, susurrando cadenciosos, en grata confidencia, la palpitación de una tarde de sol en la playa de Itapoá. De Caetano Veloso, secando con el bálsamo de su sedosa voz los ojos de agua y el corazón de aquella morena doliente de ausencias. Del magnánimo Jorge Amado, genuino narrador de su gente y su ciudad, capaz de cualquier cosa con su prosa pícara, apasionada y extasiante.

Hoy, cuando con Sérgio levanto la copa por la invicta amistad y por este reencuentro, evoco las infalibles advertencias que Amado, oficiando de orixá mayor, nos hace a los viajeros: "¡Ah! Si amas a tu ciudad, sea esta Río, París, Londres o Leningrado, la Venecia con sus canales o Praga con sus viejas torres, Pekín o Viena, no debes pasar por esta ciudad de Bahía, porque un nuevo amor henchirá tu corazón. Espléndida ciudad, novia del mar, señora del misterio y la belleza. En ese mar habita Yemanjá, la de los cinco nombres, y el misterioso llamado de los tambores resuena en la noche de las casonas bajo la luna, de las iglesias de oro, de las laderas grávidas de pasado. El misterio y la belleza de la ciudad te envolverán, y entregarás tu corazón para siempre. Jamás podrás olvidar a Bahía, el aceite de su densa belleza te bañó, su mágica realidad te perturbó para siempre".

Arrecifes

Vocablo derivado del idioma árabe, arrecife significa calzada o carretera. Sin embargo, su uso más frecuente alude al ámbito marino, a esos inmensos macizos calcáreos que se forman cerca de la costa en los océanos tropicales.

¡Benditos trópicos, pródigos en tierra y mar! Si adentrarse en nuestros exuberantes y húmedos bosques es extasiante, por su riqueza de especies y formas, así como por sus tramas ecológicas intrincadas y armónicas, lo es aún más sumergirse en los arrecifes coralinos. En vez de lo descomunal, de árboles gigantescos y frondosos, cargados de epífitas y bejucos, se trata de un mundo de fina orfebrería, diminuto y multicolor.

Es, a la vez, un mundo atávico, pues las formas zoológicas y botánicas más pequeñas y antiguas en el proceso evolutivo establecieron una indisoluble y benéfica alianza. ¡Y sí que lo es! Esos macizos son el resultado de la actividad de pequeñísimos animales coloniales denominados corales, dentro de los cuales viven algas microscópicas llamadas zooxantelas. Estas capturan la luz solar y la transforman en sustancias nutritivas para los corales y para otra fauna ahí presente, originando asombrosas cadenas alimentarias. Esa maravillosa simbiosis da origen a uno de los sistemas ecológicos más productivos y ricos en diversidad biológica.

Sin embargo, y esta es la parte desagradable de la historia, los arrecifes son muy sensibles a varios factores, y están seriamente amenazados. Por ello, hace unos años se reunieron unos 200 especialistas de todo el mundo, para analizar esta alarmante situación, y declararon a 1997 como el Año Internacional de los Arrecifes Coralinos.

Aunque les afectan factores naturales, como el sobrecalentamiento debido a El Niño y los huracanes, los mayores riesgos provienen de la actividad humana, y especialmente de los sedimentos acarreados por ríos que atraviesan zonas agrícolas o laderas donde la deforestación es severa. A ello se suman plaguicidas y fertilizantes, las aguas servidas de los hoteles de playa, la pesca destructiva y la extracción misma de corales. Una vez más se observa cómo la ignorancia o la codicia de muchas personas convergen para destruir un don natural que, además, es una valiosa fuente de recursos pesqueros.

Pienso que la mayoría de estas personas ni siquiera tienen idea de cómo es un arrecife. Más allá del argumento polémico, los invito a que visiten Cahuita y áreas vecinas, para apreciar este tesoro viviente.

Basta con adentrarse hasta donde el agua llega a la cintura, con apenas una mascarilla, para presenciar un espectáculo alucinante. Ahí la naturaleza se ha desbordado en formas y colores casi surrealistas: un jardín vistoso y compacto, donde al incesante vaivén del suave oleaje se mecen las esponjas, anémonas, pastos marinos y abanicos de mar, al lado de inmensos corales multiformes, y acompañados por cientos de erizos, pepinos y galletas de mar, por pequeños pulpos, anguilas, moluscos, langostas y plácidos cardúmenes de peces de colores fosforescentes.

Sumergirse allí es una manera de reconciliarse con la naturaleza, al sentir humildad, respeto y júbilo ante tan majestuosa obra de la creación.

¡Aquellos aromas silvestres!

Aunque nací en Naranjo, zona rural de la provincia de Alajuela, en Costa Rica, mi infancia fue más bien urbana, pues en 1956, cuando tenía apenas cuatro años, por razones familiares debimos mudarnos a San José, la capital. Ahí nos correspondió vivir en un barrio suburbano de casas hacinadas, donde el contacto con la naturaleza era casi nulo, excepto por algunos predios abandonados en los que a menudo jugábamos.

Sin embargo, casi todos los años sentía el placer de sumergirme en el verdor de la naturaleza tropical en nuestros viajes a San Carlos, en el norte del país. Ese era un viaje a sitios montañosos y muy lluviosos, así como bastante lejanos de la capital, en la base del volcán Arenal; bello, por su apariencia de un cono casi perfecto, de él por entonces se decía que no era un volcán sino un cerro. Allá, en el pequeño poblado de La Fortuna vivía mi tío y padrino Ricardo Quirós, al igual que su primo Alberto Quesada (Beto), ambos nacidos en Naranjo, pero que se habían marchado en los años 30 -tras la gran depresión económica mundial-, a abrir espacios y establecer potreros entre aquellas tupidas montañas, para criar ganado y hacer sus vidas.

Por cierto, como fuerte remembranza de mi hogar de infancia, recuerdo que el tema de si el Arenal era un volcán o no, era recurrente en las tertulias familiares. En realidad, desde 1937 se sabía que lo era, pero a este dato no se le dio la debida y oportuna importancia (no fue sino 30 años después cuando, por sus fuertes y destructivas erupciones, no hubo duda de que era un volcán). Eso lo habían constatado siete audaces exploradores, entre quienes figuraron Ricardo y Beto, así como sus respectivos hermanos Luis Castro y Gustavo Quesada, más tres amigos (Rodolfo Quirós, Bercelio Castro y Elías Kopper). El 24 de febrero de ese año, tras nueve horas de extenuante travesía, ellos habían logrado llegar a la cima y, como testimonio de su hazaña, dejaron una botella con un documento comprobatorio de dicho ascenso, el cual un amigo mío observaría 24 años después.

Para llegar a La Fortuna teníamos que viajar durante unas seis horas en autobús, desde la capital hasta Villa Quesada, la cabecera de San Carlos y -como no había carretera hasta tan distante lugar-, debíamos tomar una pequeña avioneta que, tras frecuentes y fuertes “vacíos” -una verdadera tortura para mí y algunos de mis hermanos, que aún hoy padecemos de vértigo-, aterrizaba en la pequeña pista del pueblo. Muy cerca de ahí, frente al abastecedor de Toño Hidalgo, el cual era un edificio de madera rústica ennegrecida por la intemperie y cubierta de líquenes -en cuyo interior olía a granos almacenados, kerosén, cuero, queso, manteca y otros víveres-, ya mi tío tenía ensilladas las bestias, para llevarnos hasta su finca.

Desde allí, debíamos atravesar grandes áreas de montaña muy húmeda, tan cerrada que había apenas un empinado y lodoso trillo para el paso de las cabalgaduras. ¡Y fue en esos parajes maravillosos donde de manera espontánea surgió el magnetismo y mi amor por la naturaleza! Ocurrió en esas cabalgatas por la montaña, aspirando las fragancias de la profusa vegetación y el enervante aroma del humus; descubriendo entre el barro las huellas y los rastros almizclados de algunos mamíferos; escuchando los prodigiosos cantos de aquellas aves preciosas y multicolores; absorto ante el rumor del caudaloso y profundo río que atravesaba esos bosques, el cual después se desprendía en una altísima y ronca catarata, impecable entre la espesura verde.

Ya en la finca La Anita, el impoluto riachuelo o “paja de agua” que fluía al costado derecho de la casona -también de madera rústica carcomida por la intemperie-, además de suplir el agua para todas las necesidades familiares, con su apacible murmullo actuaba como un sedante en aquellas noches de oscuridad absoluta, pues no había electricidad. Ahí descubrí, con asombro desbordado, las intermitentes luces de los carbunclos y luciérnagas, que corríamos a capturar para, una vez depositados en frascos de vidrio, hacerlos compañeros nuestros por un rato, antes de irnos a dormir.

Más de una noche fuimos alertados por el rugido cercano de algún jaguar (llamado “tigre” por los lugareños) que, desde los bosques vecinos, se acercaba al ganado. Y, cuando muy temprano a la mañana siguiente mi tío -hombre alto, fornido, apuesto y simpático- nos llevaba a los rústicos establos para ordeñar las vacas y darnos de beber su leche -no sin antes presionar la ubre de la vaca para mojar nuestra cara con su leche tibia-, con el corazón sobresaltado y la piel erizada veíamos en el lodo la inconfundible y voluminosa huella de tan temible animal.

El resto del día en esas vacaciones -mientras nuestros compañeros de escuela disfrutaban del verano en la capital- era espléndido pues, a pesar de la tan copiosa lluvia que a veces se tornaba en “temporal”, con días o semanas de aguas ininterrumpidas, con nuestros ocho primos nos íbamos desde temprano a montar a caballo por los potreros, comer carnosas y refrescantes guanábanas, bañarnos en las pozas, capturar olominas o recoger berros en las quebradas.

Las horas de comida eran una fiesta para el paladar. El café y las tortillas humeantes del desayuno, salidas de la cocina de leña, se complementaban gratamente con la natilla y quesos que mi tío y su esposa Anita preparaban. Y en los almuerzos y cenas, a la levemente picante ensalada de berros se sumaban el arroz y frijoles -típicos de toda casa costarricense-, así como los suculentos palmitos y súrtubas, que eran abundantes en los bosques cercanos. Ahí descubrimos la delicia de la carne de tepezcuintle, saíno, cabro de monte y venado, mamíferos entonces muy abundantes que aportaban la “carne de monte”, infaltable en la dieta de los pobladores de esos confines.

Como parte de nuestros paseos, algunas veces íbamos a La Palma, algo lejos de La Fortuna, para visitar a Beto. Era un hombre gordo, muy blanco y de rostro rojizo, invariablemente vestido de kaki, y siempre de excelente humor. Junto con su esposa Vitalina, con quien había procreado ocho hijos, había sembrado repastos para el ganado y establecido socolas y cultivos, pero sobresalía por ser un conservacionista intuitivo y auténtico. De él fue de quien escuché por vez primera genuinas preocupaciones acerca de la necesidad de conservar la naturaleza.

El amaba con fervor aquella exuberante naturaleza. Cazaba con certera puntería, pero con mesura. Sembraba sus milpas, pero dejaba que los mapaches, pizotes, monos y loras consumieran parte de la cosecha. Y conservó vastas extensiones de bosques, intactas, soñando con que un día se estableciera allí una reserva biológica. Algunos vecinos se burlaban de él, calificándolo de vago, por no trabajar toda su tierra, pero nunca les hizo caso. Le dolió mucho, eso sí, que por ocultos caprichos telúricos derivados del volcán, en 1963 se secara la amplia y serena laguna que había en su propiedad, pues era un abrevadero permanente para numerosos saínos, dantas, venados, tepezcuintles, guatusas, felinos y aves.

Lamentablemente, la vida de Beto cambiaría de manera abrupta e irreversible a partir del 29 de julio de 1968 -para entonces, mi tío ya vivía en la capital, debido a la necesidad de que sus hijos cursaran la secundaria-, cuando el volcán, cercano compañero y centinela, inició sus fatales erupciones, que destruyeron bosques y pueblos y mataron mucha gente. Debido a la emergencia, la ley lo obligó a abandonar su entrañable paraíso, sin indemnización alguna. Con el dinero que tenía ahorrado se trasladó a su Naranjo natal, donde su vida ya nunca fue la misma. ¿Cómo vivir sin su montaña amada? Ahí, el desarraigo emocional invadió su ánimo para, de manera crónica, provocarle una lenta agonía, de nostalgia, depresión y enfermedad, hasta causar su muerte.

Por muchos años no visité La Fortuna. Regresé en enero de 1977, siendo biólogo, cuando ya Beto y mi tío habían muerto. Y, tras varios días de recorrido por esos amados y mágicos parajes, donde compartiera tantas y tan bellas andanzas silvestres con mis primos -indelebles en mi mente y corazón-, sentado sobre una gigantesca piedra a la orilla del río, con mano trémula escribí estas palabras:

“Son la humedad del aire, la continuidad del agua, y el temporal y el barro pródigo, los risueños caminitos de agua -remedos de quebradas- poblados de chinches y abejones, berros y olominas. Sudor de equino, aroma de boñigas, o aliento de maderas robadas a la selva.

Es todopoderoso aquí el caballo, desde hoy, hasta ayer y hacia mañana, porque como las rocas son sus cascos, como sus crines las hirsutas montañas, como su músculo y nervio la espesura y la fibra del bosque milenario.

Este bosque se forjó en los volcanes, nació del fuego, y así brota, emerge total entre la discreción del magma vomitado, cubre la lava, la acaricia con sus nudosas garras, la convierte en madre, en hermana nutricia y la incorpora a su vida. Así sube, incontenible, y en su frondosidad se colma de alas, de garras, de colmillos, de picos, de crestas, de corazas y gestos, de fauna indisoluble, y en sus venas fluviales viajan hacia el océano escamas, aletas, algas, sangre sedimentaria.

Volcán y bosque, caballo y hombre, son los sujetos claves de esta vida de siempre. Sobre la verde y cruda piel, relincho y voluntades paren poblados. Hombres de inmensas manos y pecho enrojecido, y con ellos mujeres absolutas, inauguran las vidas del mañana.

Por ellos es que hoy escribo desde La Fortuna, pueblo de San Carlos, y evoco por su huella y cicatriz dejadas en esta tierra a mi padrino y tío, domador de estos aires”.

Mientras escribía, sobre la libreta cayeron varias lágrimas, brotadas de lo más hondo de mi corazón. Entonces di las gracias a tío Ricardo y Beto, recios pioneros de estas tierras y amantes de la naturaleza, por haber despertado en mí ese sencillo pero certero sentimiento que después me induciría a convertirme en biólogo y conservacionista.

Y, cuando me levanté de la piedra, aspiré profundo, para recibir en un solo gesto la pluralidad de aromas silvestres de la montaña que me circundaba, convocados todos desde mi muy lejana infancia, y aún hoy gratamente impregnados en mi nariz y mi alma.

¿Volcán, el Arenal?

Hace poco tiempo, una foto aparecida en el suplemento Proa, de La Nación, así como la feliz coincidencia de toparme con él la misma semana, propició una grata y emotiva conversación con el Dr. Alfonso Mata, ayer mi profesor de Química y hoy colega conservacionista. Se trataba de la foto de un grupo de jóvenes exploradores del Volcán Arenal, incluidos él y Mario Boza, también reconocido conservacionista hoy, quienes escalaron y acamparon en el cráter de dicho volcán en junio de 1961. E, inevitablemente, la conversación me llevó a un recuerdo de infancia, como lo era el tema de que el Arenal era un volcán, recurrente en las tertulias familiares.

En realidad, tras la inesperada y cruenta erupción del 29 de julio de 1968, nadie pudo dudar nunca más de que el antes llamado “cerro” fuera un volcán que, irónicamente, hoy es una fuente importante de divisas para el país a través del turismo. Tanto es así que, cuando en la escuela primaria memorizábamos los puntos geográficos de nuestra patria, al aludir a los ocho volcanes oficialmente reconocidos hasta entonces, repetíamos como loros sus nombres, en dos tétradas: “¡Orosí, Rincón de la Vieja, Miravalles y Tenorio!” y “¡Poás, Barva, Irazú y Turrialba!”.

Sin embargo, ya desde 1937 se sabía que era un volcán, pero a este dato no se le dio la debida y oportuna importancia. Eso lo constataron siete exploradores, entre quienes figuraron dos tíos míos (Luis Castro Rodríguez y Ricardo Quirós Rodríguez), dos primos de ellos (los hermanos Alberto y Gustavo Quesada Rodríguez), así como Rodolfo Quirós Quirós, Bercelio Castro Ramírez y Elías Kopper. Tras varios intentos previos y fallidos de otras personas, el miércoles 24 de febrero de ese año, tras nueve horas de extenuante travesía, ellos lograron llegar a la cima y, como testimonio de su logro, dejaron una botella con un documento comprobatorio de dicho ascenso. Me contaba Alfonso que cuando subieron ahí estaba esa botella y, a pesar de los 24 años transcurridos, todavía eran legibles los nombres de algunos de esos valerosos pioneros.

Por si alguien tiene dudas, le remito al libro “Geografía de Costa Rica”, de José Francisco Trejos, publicado en el propio 1937, en dos de cuyas páginas, ilustradas con dos fotografías (una de ellas de las fumarolas en la cima del volcán), el tío Luis describe con detalle esa aventura. Asombrados por la revelación que confirmaba sus sospechas previas y respetuosos ante a aquel sobrecogedor poderío telúrico, se preguntaban cautos y humildes: “¿Es el Arenal un volcán extinguido o en formación? Sería muy interesante que fuese visitado por entendidos en esta rama de la ciencia”.

Por cierto, también me contaba Alfonso que la víspera de ascender ellos, pernoctaron en La Palma, en la casa del propio Alberto Quesada (ese conservacionista intuitivo y genuino a quien alguna vez dediqué el artículo “Beto y el Arenal”, publicado en “Universidad”), quien no solo fue generoso y hospitalario con ellos, sino que también consiguió que su yerno Carlos Peñaranda fuera el baqueano para la nueva expedición (de hecho, él aparece en la foto antes aludida).

Naranjeños colonizadores en San Carlos, Beto y Ricardo habían hecho sus vidas entre montaña y potreros, sitios mágicos adonde concurríamos en vacaciones para compartir con los primos tantas y bellas andanzas silvestres, indelebles en nuestra mente y corazón. El tío Luis, visitante entonces -único sobreviviente del grupo, hoy con 92 años-, con su pluma de maestro y periodista culminó su relato diciendo que “mi mayor satisfacción de maestro será la de contar a mis discípulos que, tras penosos esfuerzos, llegamos a lo alto del Volcán Arenal y que desde allí, como desde elevado atalaya, contemplé con emoción la bellezas de nuestra privilegiada tierra costarricense”.

De viejos y de árboles: tributo y legado

Para quienes la conservación de los recursos naturales representa un compromiso ético y una actividad cotidiana, tanto por convicción como por formación, las efemérides resultan algo artificiosas, y es por ello que cada Semana de los Recursos Naturales, a inicios de junio, así como el Día Mundial del Medio Ambiente (5 de junio), se nos convierten en un ritual más bien vacuo. Esta vez, sin embargo, nos sentimos complacidos pues, por grata coincidencia, en estos días ha brotado a la luz, tras un parto de casi 15 años, un libro muy significativo en nuestras vidas, como conservacionistas.

Todo empezó en 1985, tras un encuentro fortuito, allá en Upala, con un sabio anciano de 76 años: don Jorge Sancho. Entonces él moraba en San José, pero muchos años antes había vivido en las llanuras de San Carlos, donde taló muchísima montaña. ”Volteábamos montaña. Sembrábamos y cogíamos arroz y maíz. Después de sembrar frijoles sembrábamos zacate gigante. Entonces iban haciéndose repastos. Nos interesábamos más en apear montaña, porque creíamos que la finca con montaña no significaba nada. Todas las fincas abandonadas estaban llenas de montaña. Nosotros no queríamos tener finca abandonada sino limpia, con potreros, caminos y todo: hacer finca. No se aprovechaba absolutamente nada, salvo algunos palitos de lagarto o de laurel”.

Pero, de nuevo, el imán del campo lo llevó hacia Upala, para ayudar a un hijo suyo en un vasto proyecto de reforestación. Y ahí lo esperaba una lección profunda, derivada de lo que debiera ser algo así como el undécimo mandamiento: no deforestarás. Ahora, mortificado por el cuido de las plántulas en el vivero y por ver después a los arbolitos enfrentarse a tanto embate natural, comprendió lo que le cuesta a un árbol alcanzar la madurez. Esto lo hacía sufrir, por las casi mil manzanas que deforestó en San Carlos. ”Ahora estoy pagando, reponiendo un poquito las tortas que he hecho: sembrando arbolitos y cuidándolos”.

Fue esta reflexión suya, nacida de la auténtica vivencia con la tierra y sus dones, lo que nos estimuló para tratar de rescatar los pensamientos, opiniones y percepciones de otros ancianos, decantadas por la sabiduría que dan los años. Nos tomó más de un año iniciar la tarea, junto con los colegas Emilio Vargas y Wilberth Jiménez. Con la idea aún embrionaria en nuestras mentes, lo primero que hicimos fue lamentarnos. Sí, porque ¡cómo hubiéramos querido platicar con conservacionistas pioneros, hoy ausentes! Algunos, con formación académica, como los profesores Alfredo Anderson, José María Orozco y Rubén Torres, el Lic. José María Arias y el Dr. Rafael Lucas Rodríguez; otros, más bien intuitivos, como don Cruz Rojas Bennett, Olof Wessberg y Federico Shutt, así como los campesinos don Isaías Retana (en Pérez Zeledón) y Alberto Quesada (en San Carlos).

Deseábamos contar con ancianos que pudieran enfocar los recursos naturales desde diversas perspectivas. Y, aunque la lista inicial fue modesta, se amplió hasta abarcar desde un heredero de los habitantes primigenios de nuestro suelo, el sukia bribri don Francisco García (al final su entrevista debió omitirse, por dificultades de traducción del bribri sagrado), hasta don Pepe Figueres, tres veces Presidente de la República e innovador empresario forestal.

A las vivencias rurales de don Jorge Sancho se sumaron las de don Antonio Calderón, campesino escazuceño, las cuales fueron enriquecidas por las de dos mujeres asentadas en la península de Nicoya, doña Julieta Valle y doña Karen Mongensen (viudas de don Federico Shutt y Olof Wessberg). Del mundo académico, contamos con las voces de don Arturo Trejos (nuestro primer ingeniero forestal), Alejandro Quesada (economista agrícola), Leslie Holdridge (dendrólogo y ecólogo) y Alexander Skutch (ornitólogo y filósofo de la naturaleza).

Y, como los aspectos estéticos no podían estar ausentes, por ahí nos acompañó don Fabián Dobles. Nos reafirmó la presencia en su obra de ”árboles y agua, agua y árboles, lluvia y lluvia”, quizás los mismos que sedujeron al Dr. Holdridge cuando, al recorrer por barco el Caribe, se decidió a vivir en los trópicos gracias a “¡la lluvia, el sonido de la lluvia sobre las hojas de los árboles en Martinica!”. Y hubo aún más literatura de don Fabián, a quien no le bastó con evocarnos aquellos parajes turrialbeños de su sitio de las abras (”Era el tiempo del señorío milenario del bosque y del río impetuoso (...) Ancho el espacio bajo las lluvias torrenciales (...). Allí solo se había oído hasta entonces la subterránea voz de la vida a través del aullido de la fiera y el labio poderoso de las lianas”), sino que nos transportó en carreta hasta el verano ateniense, para desafiarnos: ”Te apuesto este corteza amarilla contra aquel danto colorado. Te cambio el guanacaste con nidos de oropéndola, o es más bien un cenízaro, por esos cuatro balsas y este madero negro, y yo te doy de vuelto aquel guachipelín”.

Hoy, cuando por fin este esfuerzo se ha plasmado en un ansiado libro, Los viejos y los árboles, son muchos los recuerdos y las sensaciones de casi 20 años, desde que emprendimos esta hermosa aventura. Lo más triste, sin duda, es la ausencia de la mayoría de estos queridos ancianos, pues solo quedan vivos cuatro de ellos. Lo más grato, sus enjundiosas palabras, que retratan el rico periplo existencial de cada uno de ellos.

Pero, además, es gratificante constatar la cálida acogida que tuvo este sentido tributo a estos viejos pues, tras completar la extensa travesía, logramos nuestra meta sin contar con financiamiento, aunque sí con muchos amigos. Fuimos de puerta en puerta y, aún antes de tocar, todas se abrieron generosas: unos transcribieron y digitaron, otros editaron, otros más dibujaron y diseñaron, y otros financiaron la publicación final. Y nosotros, presuntos autores, no hicimos más que escuchar las reposadas voces de estos sabios ancianos, para luego dejarlas impresas, como un verdadero legado de enseñanzas para las nuevas generaciones de costarricenses.

Del viejo Liceo. Tres palabras

Palabras pronunciadas, en representación de los egresados del Liceo de San José en el decenio de los 60, en el encuentro de egresados realizado en su sede, en Barrio México, el sábado 24 de noviembre de 2007.

· Un día nos dijeron que el futuro era nuestro: “Ustedes son el futuro de la patria”. No lo entendíamos muy bien o, quizás, nos daba un temor recóndito pensar en asumir tanta responsabilidad, cuando lo que nos importaba -de adolescentes-, era desvivirnos por el fútbol, así como desvelarnos -llenos de timidez-, por el imposible amor de alguna hermosa compañera.

Ese futuro estaba muy lejos, lejísimos, pero ya ven ustedes que nos alcanzó o, más bien, nos topamos con él desde hace largo rato. Hoy somos ciudadanos maduros -¡algunos un poquillo excedidos!-, sirviendo y ayudando a crear día a día esta amada patria, eterna, aunque siempre inacabada, siempre en construcción.

· Fuimos afortunados los del decenio de los 60 (entre quienes incluyo a mis hermanos Niko, Ivo y Ricardo). Nos tocó nacer y vivir en la Costa Rica surgida del cataclismo y desgarre fratricida del 48 -con todas sus secuelas, malas y buenas-, pero de lo cual emergió un innovador y pujante sistema educativo, tutelado por un Estado benefactor, que hizo posible una inédita movilidad social y, con ello, que la mayoría de los colegiales de un barrio capitalino más bien marginal nos convirtiéramos en valiosos profesionales.

Asimismo, en tan fecunda época, marcada por la ansiada conquista de la luna, nos tocó experimentar todo el fulgor cultural de los años 60. Y, así, entre la entonces considerada estridente música de Los Beatles, el arte pop, la literatura del realismo mágico y la renovada poesía comandada por Jorge Debravo desde el iconoclasta Círculo de Poetas Costarricenses, ser testigos y actores de ese inédito parto planetario inducido por las juventudes del mundo: en los movimientos pacifistas durante la guerra de Vietnam; en la incomprendida rebeldía de quienes, con el amor libre y la paz como estandartes, surgían desde California creando el curioso movimiento “hippie”; en las memorables luchas contra el racismo; en la insurrección estudiantil de París de mayo del 68; en la cruda matanza de Tlatelolco; y en la rebelión de la llamada Primavera de Praga.

Es decir, gracias a esos jóvenes -algunos tan jóvenes como nosotros-, a partir de entonces ya el mundo sería otro, y fue así como crecimos como individuos para aceptar los inevitables cambios del destino y practicar la tolerancia como norma de vida. Sí, ¡de veras que fuimos afortunados!

· Y, finalmente, fuimos más que afortunados porque -refunfuñones y rebeldes a veces, y tal vez sin entenderlo a cabalidad entonces, por la incomprensión inherente a la juventud-, en ese taller de la vida y del espíritu que son las aulas y predios educativos, contamos siempre con la guía académica, cívica y espiritual de esos artífices de juventudes que son los genuinos maestros. Material amorfo y hasta bruto -¡en todo sentido!- que éramos, esos mentores, la mayoría de excelentes calidades académicas y humanas, supieron convertirnos, más que en profesionales, en ciudadanos. Y eso lo paga la Patria con gratitud eterna.

¡Qué alegría, entonces, reencontrarnos en este día, ya en la madurez, con nuestros ex-compañeros de generación, con los colegas del decenio de los 60 -con quienes traslapamos parcialmente- y con los queridos profesores que hoy nos acompañan!

Y, también, evocar con gratitud y respeto y desde lo más hondo del alma a quienes ya no están -profesores o compañeros-, quienes un día o, más bien, muchos días, con calidez, generosidad y cariño se prodigaron para contribuir a hacer de todos nosotros lo que hoy somos!