22 julio, 2008

¡Aquellos aromas silvestres!

Aunque nací en Naranjo, zona rural de la provincia de Alajuela, en Costa Rica, mi infancia fue más bien urbana, pues en 1956, cuando tenía apenas cuatro años, por razones familiares debimos mudarnos a San José, la capital. Ahí nos correspondió vivir en un barrio suburbano de casas hacinadas, donde el contacto con la naturaleza era casi nulo, excepto por algunos predios abandonados en los que a menudo jugábamos.

Sin embargo, casi todos los años sentía el placer de sumergirme en el verdor de la naturaleza tropical en nuestros viajes a San Carlos, en el norte del país. Ese era un viaje a sitios montañosos y muy lluviosos, así como bastante lejanos de la capital, en la base del volcán Arenal; bello, por su apariencia de un cono casi perfecto, de él por entonces se decía que no era un volcán sino un cerro. Allá, en el pequeño poblado de La Fortuna vivía mi tío y padrino Ricardo Quirós, al igual que su primo Alberto Quesada (Beto), ambos nacidos en Naranjo, pero que se habían marchado en los años 30 -tras la gran depresión económica mundial-, a abrir espacios y establecer potreros entre aquellas tupidas montañas, para criar ganado y hacer sus vidas.

Por cierto, como fuerte remembranza de mi hogar de infancia, recuerdo que el tema de si el Arenal era un volcán o no, era recurrente en las tertulias familiares. En realidad, desde 1937 se sabía que lo era, pero a este dato no se le dio la debida y oportuna importancia (no fue sino 30 años después cuando, por sus fuertes y destructivas erupciones, no hubo duda de que era un volcán). Eso lo habían constatado siete audaces exploradores, entre quienes figuraron Ricardo y Beto, así como sus respectivos hermanos Luis Castro y Gustavo Quesada, más tres amigos (Rodolfo Quirós, Bercelio Castro y Elías Kopper). El 24 de febrero de ese año, tras nueve horas de extenuante travesía, ellos habían logrado llegar a la cima y, como testimonio de su hazaña, dejaron una botella con un documento comprobatorio de dicho ascenso, el cual un amigo mío observaría 24 años después.

Para llegar a La Fortuna teníamos que viajar durante unas seis horas en autobús, desde la capital hasta Villa Quesada, la cabecera de San Carlos y -como no había carretera hasta tan distante lugar-, debíamos tomar una pequeña avioneta que, tras frecuentes y fuertes “vacíos” -una verdadera tortura para mí y algunos de mis hermanos, que aún hoy padecemos de vértigo-, aterrizaba en la pequeña pista del pueblo. Muy cerca de ahí, frente al abastecedor de Toño Hidalgo, el cual era un edificio de madera rústica ennegrecida por la intemperie y cubierta de líquenes -en cuyo interior olía a granos almacenados, kerosén, cuero, queso, manteca y otros víveres-, ya mi tío tenía ensilladas las bestias, para llevarnos hasta su finca.

Desde allí, debíamos atravesar grandes áreas de montaña muy húmeda, tan cerrada que había apenas un empinado y lodoso trillo para el paso de las cabalgaduras. ¡Y fue en esos parajes maravillosos donde de manera espontánea surgió el magnetismo y mi amor por la naturaleza! Ocurrió en esas cabalgatas por la montaña, aspirando las fragancias de la profusa vegetación y el enervante aroma del humus; descubriendo entre el barro las huellas y los rastros almizclados de algunos mamíferos; escuchando los prodigiosos cantos de aquellas aves preciosas y multicolores; absorto ante el rumor del caudaloso y profundo río que atravesaba esos bosques, el cual después se desprendía en una altísima y ronca catarata, impecable entre la espesura verde.

Ya en la finca La Anita, el impoluto riachuelo o “paja de agua” que fluía al costado derecho de la casona -también de madera rústica carcomida por la intemperie-, además de suplir el agua para todas las necesidades familiares, con su apacible murmullo actuaba como un sedante en aquellas noches de oscuridad absoluta, pues no había electricidad. Ahí descubrí, con asombro desbordado, las intermitentes luces de los carbunclos y luciérnagas, que corríamos a capturar para, una vez depositados en frascos de vidrio, hacerlos compañeros nuestros por un rato, antes de irnos a dormir.

Más de una noche fuimos alertados por el rugido cercano de algún jaguar (llamado “tigre” por los lugareños) que, desde los bosques vecinos, se acercaba al ganado. Y, cuando muy temprano a la mañana siguiente mi tío -hombre alto, fornido, apuesto y simpático- nos llevaba a los rústicos establos para ordeñar las vacas y darnos de beber su leche -no sin antes presionar la ubre de la vaca para mojar nuestra cara con su leche tibia-, con el corazón sobresaltado y la piel erizada veíamos en el lodo la inconfundible y voluminosa huella de tan temible animal.

El resto del día en esas vacaciones -mientras nuestros compañeros de escuela disfrutaban del verano en la capital- era espléndido pues, a pesar de la tan copiosa lluvia que a veces se tornaba en “temporal”, con días o semanas de aguas ininterrumpidas, con nuestros ocho primos nos íbamos desde temprano a montar a caballo por los potreros, comer carnosas y refrescantes guanábanas, bañarnos en las pozas, capturar olominas o recoger berros en las quebradas.

Las horas de comida eran una fiesta para el paladar. El café y las tortillas humeantes del desayuno, salidas de la cocina de leña, se complementaban gratamente con la natilla y quesos que mi tío y su esposa Anita preparaban. Y en los almuerzos y cenas, a la levemente picante ensalada de berros se sumaban el arroz y frijoles -típicos de toda casa costarricense-, así como los suculentos palmitos y súrtubas, que eran abundantes en los bosques cercanos. Ahí descubrimos la delicia de la carne de tepezcuintle, saíno, cabro de monte y venado, mamíferos entonces muy abundantes que aportaban la “carne de monte”, infaltable en la dieta de los pobladores de esos confines.

Como parte de nuestros paseos, algunas veces íbamos a La Palma, algo lejos de La Fortuna, para visitar a Beto. Era un hombre gordo, muy blanco y de rostro rojizo, invariablemente vestido de kaki, y siempre de excelente humor. Junto con su esposa Vitalina, con quien había procreado ocho hijos, había sembrado repastos para el ganado y establecido socolas y cultivos, pero sobresalía por ser un conservacionista intuitivo y auténtico. De él fue de quien escuché por vez primera genuinas preocupaciones acerca de la necesidad de conservar la naturaleza.

El amaba con fervor aquella exuberante naturaleza. Cazaba con certera puntería, pero con mesura. Sembraba sus milpas, pero dejaba que los mapaches, pizotes, monos y loras consumieran parte de la cosecha. Y conservó vastas extensiones de bosques, intactas, soñando con que un día se estableciera allí una reserva biológica. Algunos vecinos se burlaban de él, calificándolo de vago, por no trabajar toda su tierra, pero nunca les hizo caso. Le dolió mucho, eso sí, que por ocultos caprichos telúricos derivados del volcán, en 1963 se secara la amplia y serena laguna que había en su propiedad, pues era un abrevadero permanente para numerosos saínos, dantas, venados, tepezcuintles, guatusas, felinos y aves.

Lamentablemente, la vida de Beto cambiaría de manera abrupta e irreversible a partir del 29 de julio de 1968 -para entonces, mi tío ya vivía en la capital, debido a la necesidad de que sus hijos cursaran la secundaria-, cuando el volcán, cercano compañero y centinela, inició sus fatales erupciones, que destruyeron bosques y pueblos y mataron mucha gente. Debido a la emergencia, la ley lo obligó a abandonar su entrañable paraíso, sin indemnización alguna. Con el dinero que tenía ahorrado se trasladó a su Naranjo natal, donde su vida ya nunca fue la misma. ¿Cómo vivir sin su montaña amada? Ahí, el desarraigo emocional invadió su ánimo para, de manera crónica, provocarle una lenta agonía, de nostalgia, depresión y enfermedad, hasta causar su muerte.

Por muchos años no visité La Fortuna. Regresé en enero de 1977, siendo biólogo, cuando ya Beto y mi tío habían muerto. Y, tras varios días de recorrido por esos amados y mágicos parajes, donde compartiera tantas y tan bellas andanzas silvestres con mis primos -indelebles en mi mente y corazón-, sentado sobre una gigantesca piedra a la orilla del río, con mano trémula escribí estas palabras:

“Son la humedad del aire, la continuidad del agua, y el temporal y el barro pródigo, los risueños caminitos de agua -remedos de quebradas- poblados de chinches y abejones, berros y olominas. Sudor de equino, aroma de boñigas, o aliento de maderas robadas a la selva.

Es todopoderoso aquí el caballo, desde hoy, hasta ayer y hacia mañana, porque como las rocas son sus cascos, como sus crines las hirsutas montañas, como su músculo y nervio la espesura y la fibra del bosque milenario.

Este bosque se forjó en los volcanes, nació del fuego, y así brota, emerge total entre la discreción del magma vomitado, cubre la lava, la acaricia con sus nudosas garras, la convierte en madre, en hermana nutricia y la incorpora a su vida. Así sube, incontenible, y en su frondosidad se colma de alas, de garras, de colmillos, de picos, de crestas, de corazas y gestos, de fauna indisoluble, y en sus venas fluviales viajan hacia el océano escamas, aletas, algas, sangre sedimentaria.

Volcán y bosque, caballo y hombre, son los sujetos claves de esta vida de siempre. Sobre la verde y cruda piel, relincho y voluntades paren poblados. Hombres de inmensas manos y pecho enrojecido, y con ellos mujeres absolutas, inauguran las vidas del mañana.

Por ellos es que hoy escribo desde La Fortuna, pueblo de San Carlos, y evoco por su huella y cicatriz dejadas en esta tierra a mi padrino y tío, domador de estos aires”.

Mientras escribía, sobre la libreta cayeron varias lágrimas, brotadas de lo más hondo de mi corazón. Entonces di las gracias a tío Ricardo y Beto, recios pioneros de estas tierras y amantes de la naturaleza, por haber despertado en mí ese sencillo pero certero sentimiento que después me induciría a convertirme en biólogo y conservacionista.

Y, cuando me levanté de la piedra, aspiré profundo, para recibir en un solo gesto la pluralidad de aromas silvestres de la montaña que me circundaba, convocados todos desde mi muy lejana infancia, y aún hoy gratamente impregnados en mi nariz y mi alma.

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