22 julio, 2008

¡Adiós, viejo Estadio Nacional!

Aunque nací en Naranjo de Alajuela, sería San José mi provincia de infancia y juventud, pues la familia se trasladó a la capital cuando yo tenía menos de cuatro años; siempre al sur, primero en Barrio Bolívar por unos cuatro años, y después Calle Morenos, donde aún reside parte de mi familia.

Entre la difusa maraña de mis recuerdos de entonces, emerge diáfano el fútbol. Primero, por las infaltables mejengas en las estrechas calles de Barrio Bolívar, con regusto a prohibición, pues de repente aparecía la figura de una señora a quien llamaban Vitola e incautaba la bola o -convocados por ella por teléfono-, de súbito emergían los policías, ya fuera en una blanquinegra y larga “cuña” o una horrible “perrera” verde oliva, y con matonismo capturaban a quienes no pudieran huir a tiempo. Pienso que mi aversión hacia lo militar nació en esos días, ¡quién lo diría!, gracias al fútbol.

Asimismo, recuerdo de manera vívida -y mi nariz aún retiene el aroma de aquellos confites en los que venían envueltas las postalitas- un álbum con fotografías de jugadores de fútbol de primera división. Yo tenía el gusto de conocer a dos destacadas figuras futboleras: don Alfredo (Chato) Piedra -entrenador entonces-, quien vivía frente al Cementerio General, así como Felipe Induni, portero del Saprissa, que a veces llegaba a nuestro barrio, pues su tía Aida vivía al lado de nuestra casa. Además, en nuestra misma calle vivía don Luis Paulino Siles, árbitro de primera división, como lo sería su hijo homónimo años después.

¡Ni se diga de mis primeros cuadernos de escuela! Inducido por mi hermano Ricardo, yo hacía dibujos del Flaco Pérez ubicado bajo el marco deteniendo un penal a Juan Ulloa o, a la inversa, de Carlos Alvarado vencido por un fulminante remate de Alvaro Murillo. Porque, así era: en mis cuadernos el vencedor siempre era el Saprissa, en contraste con los de mi hermano, en los que siempre ganaba la Liga Deportiva Alajuelense.

Hereje, pues siendo liguista toda mi familia yo era saprissista, ahora sé que gracias a un novio de mi hermana Kata, quien para persuadirme un día me llevó de “moscón” -y nada menos que a la gradería de sombra- a ver un importante partido entre el Saprissa y el Herediano en el Estadio Nacional. Curiosamente, tengo grabadas en mi memoria apenas tres imágenes de tan reñido juego: un lleno a reventar, la efusiva voz de Luis Cartín por los altoparlantes anunciando las alineaciones y el elegante Danilo Montero burlando a placer la zaga morada, para dolor nuestro.

No imaginaba yo ese día que pocos años después el destino haría de ese estadio, que era algo así como la catedral de nuestro fútbol, casi parte de nuestro ya de por sí grande patio trasero.

Porque, ¡aaah maravilla! Trocar hacinamiento y asfalto por libertad y verdor, en esa zona suburbana más bien despoblada y hasta pueblerina, cubierta de cafetales y árboles frutales y, ¡casi nada!, la vastedad de La Sabana, colmada de canchas de fútbol, junto con el aeropuerto más el imponente estadio, del cual, cuando se producía un gol o alguna jugada electrizante, brotaba el multitudinario y desahogado rumor de a veces más de 20.000 personas, inundando todo el barrio.

Sin duda, ese era el entorno óptimo para concretar mi sueño de ser futbolista de primera división mas, ¡pobre de mí!, los genes no daban para tanto: nunca pasé de ser un insaciable mejenguero. Cuando mucho, jugué como centro delantero -y tenía buen olfato para anotar- con dos equipos infantiles y uno juvenil, de los cuales nosotros mismos éramos los directivos y una vez incluso me tocó hacer de director técnico, eso sí, con la condición de no salirme de la cancha, pues no estaba dispuesto a sacrificar por nada mi fiebre de jugar.

¡Fútbol, fútbol, fútbol a todas horas, aún a costa de nuestras notas escolares, más bien mediocres! Jugábamos en los recreos de la escuela, de camino a la casa nos veníamos pateando piedritas y, tras almorzar y hacer lo más rapidito posible las tareas, iniciábamos la mejenga en nuestra amplia calle o nos íbamos para La Sabana, hasta que anocheciera. En ésta los sábados había muy disputados campeonatos -tanto, que con frecuencia terminaban en gresca-, ya fuera de empleados públicos o de casas comerciales, y los domingos los había de los barrios josefinos, donde el nuestro estaba representado por el Turcios F.C. y el Morenos F.C., por cierto (¡cómo no!) enconados rivales.

A eso se sumaban nuestras frecuentes y semiclandestinas visitas al billar de Memo Ramírez, de cuyas paredes colgaban grandes y vetustas fotos de numerosos equipos, incluyendo los recordados y otrora gloriosos Club Sport Libertad y Sociedad Gimnástica Española. Y, para dar vigencia real a nuestro fervor futbolístico, como todos los equipos capitalinos entrenaban en las canchas aledañas al estadio, varios días a la semana tomaban los autobuses de Sabana-Estadio los jugadores del Saprissa, Orión, Uruguay o Barrio México. De hecho, varios de ellos terminaron de novios de algunas lindas muchachas del barrio.

Pero el clímax de nuestra pasión futbolera eran las asiduas visitas al estadio, todos los miércoles y domingos. Sin dinero para hacerlo tan seguido, algunos se organizaban para distraer a la policía y, con suma rapidez y destreza felina saltarse las tapias. Nunca tuve las agallas para colarme. Por eso, junto con numerosos amigos aprovechábamos que casi siempre abrían las puertas al empezar el segundo tiempo -ya fuera en partidos locales, o contra equipos extranjeros-, y así podíamos disfrutar de al menos la mitad del partido. Ello dio origen al verbo “segundear”, creo que acuñado por mi hermano Ivo, que después se convirtió en palabra de uso común. Incluso, decíamos que la acepción de los famosos Clubes 4S ahí era otra: Sindicato de Segundeadores de Sabana Sur.

¡Cuánto palpitar de corazones viendo a nuestro equipo jugar, que para entonces ya era la Liga, pues Ricardo se las ingenió para “volcarme”, lo cual hoy le agradezco! ¡Cuánta alegría o tristeza, compartida por todos cuando jugaba la Selección Nacional! ¡Ah memorables jornadas! Y, sobre todo, ¡cuánta amistad reafirmada, pues no importaba que fuéramos hinchas de equipos contrincantes, para disfrutar como amigos de esas hermosas faenas de competencia deportiva!

Por eso, aunque ahora bastante distanciado del fútbol y de mi barrio, al enterarme de súbito de la pronta demolición de tan significativo y entrañable coliseo deportivo y de que el último partido se jugaría hoy domingo 11 de mayo, ayer llamé a mis dos mejores amigos, José Luis Murillo y Ronald Zúñiga, con quienes compartí infancia, juventud, mejengas, “segundeo”, “liguismo” y muchas cosas más, para que fuéramos a ver -¡sin segundear esta vez!- el último partido, disputado entre el Brujas F.C. y el representativo de la Universidad de Costa Rica, Alma Máter de los tres.

En una mañana plomiza y melancólica, por fortuna la lluvia se contuvo. Quizás los cielos entendieron que no había que estropear el ritual de los centenares de aficionados que al concluir el partido ingresaríamos a la gramilla para, con el corazón conmovido por tantas añoranzas, tomarnos fotos frente a las graderías o bajo los marcos donde tantos goles fueran definitorios (¡incluso un tipo recortó y se llevó completa la fatídica mancha de penal del marco oeste!). O tan solo para tocar el verde piso de ese rectángulo sobre el que por casi 84 años corrieron las piernas de tantos atletas, derramando sudor al batir de sus corazones, en pos de la gloria.

Y muchos lo lograron, pues se quedaron para siempre en nuestra memoria. Sin saberlo ellos, hoy ahí los evocamos con gratitud.

No hay comentarios: