22 julio, 2008

Beto y el Arenal

Si uno toma una planta y la cambia de maceta, le causará estrés y a veces su muerte rápida, por desarraigo físico. El desarraigo emocional, en cambio, rara vez es fulminante, pero causa dolores profundos y crónicos, que matan en vida. Beto, a quien he evocado en estos días por la erupciones del Volcán Arenal, murió de desarraigo hace ya muchos años.

Alberto Quesada, naranjeño de cepa y primo de mi madre, fue un auténtico pionero en el norte del país en los años 30. Hizo su abra en La Palma de San Carlos, estableció socolas y cultivos, y sembró repastos. Pero, sobre todo, amó con fervor aquella exuberante naturaleza.

Cazaba con certera puntería, pero con mesura. Sembraba sus milpas, pero dejaba que los mapaches, pizotes, monos y loras consumieran parte de la cosecha. Y conservó vastas extensiones de bosques, intactas, soñando con que un día se estableciera allí una reserva biológica. Algunos vecinos se burlaban de él, calificándolo de vago, por no trabajar toda su tierra, pero nunca les hizo caso. Le dolió mucho, eso sí, que por ocultos caprichos telúricos, en 1963 se secara la amplia y serena laguna que había en su propiedad, pues era un abrevadero permanente para los saínos, dantas, venados, tepezcuintles, guatusas, felinos y aves.

Entre los más gratos recuerdos de mi infancia figuran las vacaciones en San Carlos, donde íbamos a visitar al tío Ricardo, en La Fortuna, y también a Beto. Hoy percibo que mi vocación de biólogo se gestó en aquellas cabalgatas por la montaña, con los primos, aspirando las esencias de la profusa vegetación y el enervante aroma del humus; descubriendo entre el barro las huellas y los rastros almizclados de algunos mamíferos; escuchando los prodigiosos cantos de aquellas aves preciosas, y el rumor del caudaloso río, desprendido en una altísima y ronca catarata, impecable entre la espesura verde.

Tanta plenitud silvestre se alteró el 29 de julio de 1968, con las erupciones del volcán. Aunque hasta entonces le llamaban el Cerro, Beto y otros audaces habían subido a su cima en 1937 y constatado que poseía cráter y fumarolas, y habían advertido que era un volcán. Pero quizás nunca imaginó que ese imponente y bellísimo cono solitario, su cercano compañero y centinela, le habría de causar tanto dolor a él y su familia.

Aunque al inicio Beto se resistió, la ley lo obligó a salir de su entrañable paraíso. Y, para colmo, nunca fue indemnizado. Es decir, salió sin nada. Los difíciles años posteriores, en su Naranjo natal, fueron una lenta agonía, de nostalgia, depresión y enfermedad. ¿Cómo vivir sin su montaña amada? Sí, conservacionista genuino, no de pose, Beto murió de desarraigo.

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