22 julio, 2008

En comunión con la tierra

Como especialista en manejo de plagas, tengo ya largo rato de trabajar con pequeños y medianos productores de hortalizas en nuestro país y otros países del continente, tratando de ayudarles. En oposición al uso desmedido de plaguicidas, durante casi 20 años les hemos llevado el mensaje de que es imposible eliminar las plagas, que hay que aprender a coexistir con ellas, y que el manejo integrado de plagas (MIP) es una buena opción para lograr esta convivencia.

El MIP enfatiza la combinación de varios métodos preventivos (pues siempre es mejor, y más barato, prevenir que curar) y no contaminantes, para mantener las plagas en niveles de abundancia que no representen pérdidas de importancia económica. Y hoy, a pesar de múltiples vicisitudes y dificultades, es estimulante constatar que su noción y métodos están muy difundidos entre los técnicos agrícolas y los agricultores, gracias a la labor tesonera de numerosas personas e instituciones. Pero, además, que hay una gran convergencia con una corriente pujante, creciente y cada vez más vigorosa, que es la agricultura orgánica.

Esta representa una oportunidad única para nuestros agricultores (sobre todo para aquellos que siembran cultivos de exportación), y es realmente admirable que ellos se hayan atrevido a producir de esa manera, pues aunque es cierto que sus ingresos pueden ser mayores al aprovechar los sobreprecios pagados por este tipo de productos en los mercados internacionales, la incertidumbre es alta. Esta última, de por sí inherente a la producción agrícola, se incrementa por los riesgos de plagas, por lo que, para asegurarse la cosecha, el agricultor comúnmente recurre a aplicar plaguicidas en exceso.

De ahí el inmenso desafío de buscar otras opciones de manejo de las plagas. El concepto medular de la agricultura orgánica es crear un sistema robusto frente a las plagas, basado en la salud de la planta, resultante de su interacción con un suelo también sano. Pero, asimismo, acepta la utilización de otros métodos preventivos (como las prácticas agrícolas y el control biológico), que actúen de manera complementaria, contra las plagas.

Aunque no me he involucrado en el movimiento de la agricultura orgánica, he tenido alguna cercanía con quienes la promueven y practican. Por tanto, en 1989 en la UCR y recientemente en el CATIE, acudí a presentar nuestros logros sobre los métodos aludidos, en reuniones efectuadas en Turrialba. Si bien ambas fueron ricas en información, más lo fueron en calor humano, pues nos congregamos investigadores y extensionistas, así como mujeres y hombres del campo, para compartir conocimientos y experiencias sin ningún recelo ni complejo, en un diálogo sumamente fecundo.

Fue realmente emotivo ver a estos campesinos exponer ante el auditorio, con gran aplomo, las experiencias y vivencias en sus fincas integrales. Pero, sobre todo, me conmovió percibir que ese respeto genuino y profundo por las plantas y su entorno, consustancial al concepto de la agricultura orgánica y resultante de la comunión cotidiana con la tierra, les ha afianzado el valor del retorno a sus raíces más primigenias, aumentando su espiritualidad y su autoestima, y enriqueciendo la relación con sus semejantes. ¿Y no es esto, acaso, hallar a Dios?

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