22 julio, 2008

Bahía

Salvador, en Bahía, es una ciudad desmesurada y mágica. Es árbol de raíces africanas anclado en el litoral brasileño, y sus frutos, híbridos, son únicos y exquisitos. La costa, indomable, se alarga a tirones, interminable, hasta agotar la vista. El mar esconde, insondable, el misterio de Yemanjá, diosa que premia o castiga sin dobleces.

Aquí coexisten decenas de iglesias católicas (todas coloniales y bellas, algunas con interiores de oro puro) con las también decenas de congregaciones del candomblé. Orixás y santos se transmutan, y en este sincretismo tan curioso ya San Antonio no se molesta porque le llamen Oxum, ni a Yansá le importa que le digan Santa Bárbara; Janaína y Santa Lucía se prestan vestidos y alhajas; y Oxossi se va de juerga con San Francisco.

La abigarrada zona colonial, Pelourinho, es preciosa. Sube y sube desde la costa, quebrada y retorcida, con estrechos callejones de piedra y angostas casas de colores vistosos, con balcones, mientras que en el aire se esparcen las fragancias de frutas y viandas. Pululan las mulatas, rítmicas y sensuales, hermosísimas. Y saltan en cualquier sitio los retumbos de tambores, invitando a danzar batucadas, así como el gemir agudo y juguetón del berimbau, acompañado por los estilistas de la capoeira, esa mezcla de pelea ritualizada y ballet callejero. Es quizás la ciudad más viva del planeta, porque la gente sabe disfrutar de la vida cada día.

Testigo de ocasión de estos deleites que embriagan mis sentidos, llego a esta costa tras veinte años de soñarla, desde que en Pittsburgh conocí a Sérgio Mattos, poeta y periodista, y amé a una mujer que se fugó hacia estos lares.

Durante tan larga espera, me conformé con palparla valiéndome de otros. De Dorival Caymmi, con sus apacibles tonadas melancólicas sobre pescadores que nunca regresaron. De Joao Gilberto, sencillo, mirando un barquito que se desliza lento por un mar de aguas relucientes. De Toquinho y Vinicius, susurrando cadenciosos, en grata confidencia, la palpitación de una tarde de sol en la playa de Itapoá. De Caetano Veloso, secando con el bálsamo de su sedosa voz los ojos de agua y el corazón de aquella morena doliente de ausencias. Del magnánimo Jorge Amado, genuino narrador de su gente y su ciudad, capaz de cualquier cosa con su prosa pícara, apasionada y extasiante.

Hoy, cuando con Sérgio levanto la copa por la invicta amistad y por este reencuentro, evoco las infalibles advertencias que Amado, oficiando de orixá mayor, nos hace a los viajeros: "¡Ah! Si amas a tu ciudad, sea esta Río, París, Londres o Leningrado, la Venecia con sus canales o Praga con sus viejas torres, Pekín o Viena, no debes pasar por esta ciudad de Bahía, porque un nuevo amor henchirá tu corazón. Espléndida ciudad, novia del mar, señora del misterio y la belleza. En ese mar habita Yemanjá, la de los cinco nombres, y el misterioso llamado de los tambores resuena en la noche de las casonas bajo la luna, de las iglesias de oro, de las laderas grávidas de pasado. El misterio y la belleza de la ciudad te envolverán, y entregarás tu corazón para siempre. Jamás podrás olvidar a Bahía, el aceite de su densa belleza te bañó, su mágica realidad te perturbó para siempre".

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