22 julio, 2008

Un jícaro premiado

No hay duda de los beneficios que ha obtenido nuestro país de sus esfuerzos de conservación de la naturaleza, expresados en parte en la preservación de vastas áreas silvestres, como los parques nacionales, reservas forestales, etc. Criticados por algunas personas inicialmente, los visionarios aportes conceptuales, y sobre todo prácticos, de los doctores Kenton Miller y Gerardo Budowski (desde el IICA-CATIE, hace más de 30 años) así como de los colegas pioneros Mario Boza y Alvaro Ugalde, hoy han fructificado, y con creces. Si alguien aún lo dudara, ¡ahí está el turismo ocupando uno de los primeros lugares de nuestras fuentes de divisas!

Sí, en aquellos años nuestros profesores nos remarcaban que la protección tenía sentido solamente si se preservaban los hábitats boscosos, marinos, etc. de las especies, y no las especies como tales, por muy importantes o llamativas que éstas pudieran ser. Pero hoy, alcanzados muchos de los propósitos de conservación en los casi 13.000 km2 de áreas protegidas de nuestro país (aunque queda aún mucho por hacer al respecto), es oportuno rendir tributo a algunos ejemplares de ciertas especies, ya sea por sus propiedades intrínsecas o por su valor histórico para algunas comunidades humanas.

Por eso este año, impulsada por el Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio) junto con un grupo de entusiastas conservacionistas, se concretó la iniciativa de otorgar un premio al “Árbol excepcional”, para sensibilizar a la gente acerca de la importancia de los árboles y la conservación de los bosques en el país, eligiendo a árboles simbólicos o emblemáticos. La idea (por cierto, original del mismo Dr. Budowski) es también crear un mecanismo legal para que esos ejemplares o monumentos vivientes se puedan preservar, independientemente de los cambios en los propietarios del terreno o del uso del suelo. Y el galardón de “Arbol excepcional del 2004” ha correspondido a un enorme árbol de jícaro (Crescentia cujete) ubicado a la par del Mercado Municipal y frente al costado norte de la iglesia de Ciudad Colón.

Emparentados botánicamente con los robles de sabana, corteza amarillos y jacarandas que llenan de vivos e intensos colores nuestros veranos junto con los porós y malinches, los jícaros no tienen el esplendor de sus parientes. De aspecto más bien humilde, rara vez sobrepasan los ocho metros de altura, sus ramas son retorcidas, y de su copa abierta y densa emergen rebeldes algunas ramillas muy delgadas, que le confieren un aspecto hirsuto, despeinado.

Pero, eso sí, se distinguen por sus globosos, grandes y portentosos frutos, cuya dura y leñosa cáscara permitió a los aborígenes mesoamericanos y a nuestros campesinos convertirlos en calabazos para portar agua, hacer guacales dónde tomar otras bebidas (de hecho, el término “jícaro” proviene del náhuatl “xicalli”, alusivo a los recipientes para tomar chocolate) o confeccionar las sonoras maracas. Y, además, sus semillas se utilizan para hacer horchata (¡tan deliciosa bebida!), y su pulpa es muy gustada por vacas y caballos; en la medicina popular, dicha pulpa tiene usos como purgante y anticonceptivo, así como para eliminar dolores menstruales, hemorroides y varias afecciones de la piel (en perros, para combatir la sarna).

Tantos y tan singulares atributos quizás justificarían de sobra el premio citado arriba, pero también hay otras razones, de tipo histórico. Según la tradición oral, dicho árbol estaba ahí cuando se fundó la primera ermita, hace más de 400 años, y algunos dicen que ha estado allí desde siempre. Ha crecido mucho más que los jícaros típicos, por las buenas características del suelo y la cantidad de lluvia que recibe donde está. Se cuenta que actuó como una especie de pivote, pues fue en torno suyo que acudían a mercar sus productos los pobladores del lugar (Pacaca entonces, nombre derivado de la tribu Pacacua, pobladora primigenia de tan hermosos parajes), así como de Santa Ana, Quitirrisí y Tabarcia. Allí se estructuraría el núcleo comercial y político del cantón, pues frente a él después se establecerían las primeras oficinas del gobierno, incluyendo la Municipalidad.

Este 15 de junio, Día del Arbol, cuando se efectuó la ceremonia de premiación, frente al vetusto árbol (que, por cierto aparece en el centro del escudo del cantón de Mora) en las voces de los escolares ahí presentes resonó aquella estrofa del Himno al Arbol, que cantábamos de niños: “Pájaro errante: te daré nido. / Trémulo anciano: toma un bordón. / Romero: puedes dormir tendido / bajo la sombra que me ha salido/ de lo más hondo del corazón”.

Y el solitario y noble jícaro, hijo de la Creación, tutelado con sapiencia por nuestros aborígenes, centinela del tiempo y la memoria, así como testigo silencioso de tantas pequeñas y grandes historias del cantón de Mora, de seguro que abrió discretamente y benevolente su reluciente follaje para recibir de esas infantiles voces la pulsación cósmica que nos acerca y hermana, a árboles y a hombres, en un solo destino.

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