22 julio, 2008

Hijo de dos patrias y... ¡tantas razas!

A propósito del 12 de Octubre, llamado hoy “Día de las Culturas” y antes “Día de la Raza” en conmemoración del descubrimiento de América por Cristóbal Colón, reafirmo que rechazo el racismo. Y esto es así porque históricamente ha generado intolerancia, dolor y odio irracionales, así como barbarie y matanzas selectivas (como las del abominable Ku Klux Klan contra los negros) o masivas (como el holocausto judío en manos nazis), cuando la humanidad es una sola en términos biológicos y espirituales.

Las diferencias en color, estatura, fisonomía, habilidades y susceptibilidad a enfermedades, así como en credos religiosos, habrían de surgir a lo largo de varios milenios desde la culminación de aquel prodigioso evento evolutivo ocurrido en alguna región de Africa, cuando de una venturosa rama de homínidos surgiría el Homo sapiens como especie biológica. Porque todos provenimos, tras un prolongado itinerario de unos 100.000 años, de aquellas primeras tribus humanas africanas que, en una aventura migratoria sin parangón, colonizarían el mundo entero.

Los biólogos entendemos la variabilidad genética como sustrato o materia prima para el proceso evolutivo. Pero, cuando hace pocos años los genetistas y biólogos moleculares lograron descifrar la estructura completa del genoma humano y dijeron al unísono que “hay una sola raza: la raza humana” –frase de profundísimo significado fraternal–, ello anuló ipso facto la noción de “raza” como categoría biológica. Aún más, explicaron que si acaso el 0,01% de nuestros genes determina los rasgos fenotípicos de las personas, vale decir, los rasgos “raciales”.

¡Qué hermoso, entonces, abrazarnos los negros, indios, amarillos y blancos, con la certeza profunda e íntima de ser hermanos! Pero, más que un abrazo formal, es aún más significativo constatar la infinitud de combinaciones y permutaciones de genes que nos pueden enriquecer por la vía reproductiva, haciéndonos –¡oh paradoja! – más diversos a la vez que únicos e irrepetibles como individuos.

Y eso me llega directo al corazón y a mis ignotos vínculos ancestrales. Porque hace apenas cuatro años, en mi primera visita a Croacia, tierra natal de mi padre (y hoy patria adoptiva mía), me percaté de que nuestro apellido no solo es exclusivo de Croacia, sino que también de Mrčevo, un villorrio al cual nadie sabe cómo ni de dónde llegó Radivoj Hilje, pionero de nuestra estirpe, y cuya presencia fundacional data de alrededor de 1455. ¿Cuántos y cuáles genes derivados de las conquistas griega, árabe, otomana de aquellas tierras quedarían incrustados en su linaje?

De ese pueblito, tras pelear en la Primera Guerra Mundial, partiría un día mi padre, Pasko, para, de manera fortuita, recalar en Costa Rica en 1924. Poco después llegaría a Naranjo, Alajuela, donde conocería a mi madre, Carmen, muchacha de tez blanca, como herencia por vía paterna a partir del capitán José Francisco de Quirós y Gálvez, nacido cerca de 1670 en el Puerto de Santa María, España –y quizás portador de numerosos genes árabes, pues la presencia mora en España se extendió por casi siete siglos–, quien fuera el pionero de una de las dos familias Quirós en Costa Rica. Entre sus descendientes, mi abuelo Ascención era uno de seis hermanos, entre ellos Justo Quirós, quien fuera el abuelo de monseñor Carlos Humberto Rodríguez Quirós y del expresidente Daniel Oduber Quirós.

Pero, y esto no lo supimos hasta hace poco tiempo, las indagaciones sobre Ramón Rojas Aguilar, nuestro tatarabuelo por vía materna –realizadas por mi hermana Brunilda, historiadora, quien contara con el apoyo de los detallados estudios del reconocido genealogista Mauricio Meléndez– revelaron que había una importante antepasada indígena en nuestra familia: Catalina Tuia (llamada también Catalina Pereira). Ella, quien nació cerca de 1585 en Curridabat, fue una india de encomienda (y posiblemente sacada de su pueblo para convertirla en india “alquilona” en la ciudad de Cartago) y había sido esposa de Juan –indígena originario de San Mateo de Chirripó–. Procreó tres mujeres y dos varones con distintos hombres.

De su unión con el capitán extremeño Francisco de Ocampo Golfín, esta matrona daría a luz al sargento Gaspar de Rojas (apellido adquirido de su padre adoptivo), quien se casaría con María González para dar origen, a partir de sus siete hijos y tras numerosas generaciones, a casi todos los Rojas de Costa Rica (lo cual Mauricio sintetiza muy bien en su libro, en preparación, “La dinastía de los conquistados; todos los ticos son Rojas”). En los vericuetos de tan ramificado y frondoso árbol genealógico aparecen numerosos y muy conocidos descendientes, como nuestro sabio Clorito Picado, así como ¡el 55% de nuestros expresidentes!, como don Rafael Angel Calderón Guardia y su hijo, Mario Echandi, José Joaquín Trejos, Daniel Oduber, Rodrigo Carazo, Luis Alberto Monge y Oscar Arias (según me lo comentó Mauricio en días recientes).

Pero, además, como lo indica él en su columna Raíces No. 10 (www.nacion.com), puesto que la conquista y colonización fueron tardíos en Costa Rica, desde Guatemala y Nicaragua también vinieron mulatos, junto con los españoles y otros mestizos. Es decir, en la larga trayectoria de los Rojas –al igual que en las de otras familias–, al linaje mestizo se sumarían genes de origen africano. Es muy llamativo que para 1778 la población de Cartago se componía ya de un 65% de mestizos, un 26% de mulatos y apenas un 9% de españoles “puros”, mientras que en San José dichas cifras correspondían a 73, 16 y 11%, respectivamente.

¿Qué somos, entonces? Bueno, en mi caso, ahora tengo dos patrias –una por nacimiento y otra por adopción– pero, más allá de lo formal y oficial, sé que mi acervo genético es una síntesis y mezcla única surgida en este crisol de “razas” (vale decir, genes provenientes de varios grupos humanos), de la cual me enorgullezco, como ser humano.

Asimismo, además de que tal acervo me da macizas credenciales para reafirmar por qué detesto el racismo, con el humanista mexicano José Vasconcelos gano certeza de que “… [en la raza] hecha con el tesoro de todas las anteriores se fundirán todos los pueblos, para reemplazar a los cuatro que aisladamente han venido forjando la historia. En el suelo de América hallará término la dispersión, allí se consumará la unidad por el triunfo del amor fecundo, y la superación de todas las estirpes”. Y, así, también dejo vibrar mis fibras más recónditas con las infinitamente bellas y profundas palabras del maestro uruguayo José Enrique Rodó, confiado en que, siempre, “por mi raza hablará el espíritu”.

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