22 julio, 2008

Altamirano

Hace unos cuatro años, una coincidencia me llevó a escribir un artículo periodístico, "Duverrán y Altamirano": la muerte de don Carlos Duverrán, y la lectura del libro "Cuentos del Tárcoles", de don Carlos Luis Altamirano. Fue un sentido homenaje a dos verdaderos maestros, de quienes tanto aprendimos muchos de quienes estudiáramos en el Liceo de San José. Aprendimos, en esencia, a respetar y cultivar la lengua castellana y, con ello, a reafirmar las raíces de lo que somos.

Aparte del homenaje en sí mismo, lo más grato fue recibir una efusiva llamada telefónica de don Carlos para agradecer mis palabras y, además, decirme que estaba complacido de que yo -biólogo como soy- pudiera escribir cosas de valor literario. Le agradecí también sus palabras y quedé de visitarlo.

Cuando lo hice, tras 25 años de no vernos, me sorprendió encontrarme con un hombre muy distinto de aquel lejano profesor severo y riguroso. Lo hallé más bien atlético, vital, jovial, íntimo, feliz de estar jubilado y dedicado a escribir como nunca antes lo pudo hacer. Me obsequió sus libros más recientes ("Cuentos del 56" y "Los símbolos nacionales de Costa Rica"), hablamos de las gentes del Liceo, de literatura, de la maltratada y alicaída lengua castellana, de valores cívicos y, sobre todo, de la naturaleza.

Al hacerlo, entendí de dónde provenían esas imágenes veraniegas de sus "Cuentos del Tárcoles", rebosantes de mar cristalino y espumoso, de crepúsculos llameantes, de chucuyos bulliciosos, de frutas grávidas de pulpa y miel, de montaña y fieras. Descubrí entonces a un don Carlos que no solo era ese conocido cuentista, poeta, ensayista, filólogo, educador y hasta ex-viceministro de Educación, sino también a un amante genuino de la naturaleza, a la que aprendió a querer desde niño, en sus recorridos por las orillas del Tárcoles y por el litoral Pacífico.

Además, puesto que durante varios años yo había leído algunas de sus hermosas imágenes de ríos, mares y bosques en artículos publicados en la prensa, le propuse una vieja idea. Se trataba de publicar una antología sobre textos literarios alusivos a la naturaleza, para sensibilizar a los ciudadanos acerca de la destrucción cotidiana de ésta y, de paso, estimular a nuevos escritores para incursionar en estos temas. Le gustó mucho la idea y quedamos de concretarla. No nos pusimos plazos ni presiones. Cada uno buscaría los textos que le parecieran adecuados, para después empezar a seleccionarlos y organizarlos. Sin embargo, tras más de un año de no vernos, hoy me han anunciado que la muerte, implacable e insensata como es, le arrebató sus ilusiones de escritor maduro, truncó sus manos pletóricas de planes y anhelos literarios.

Cuando escribí el artículo de "Duverrán y Altamirano", lo concluí con el siguiente pensamiento de Henry Adams: “Un maestro nunca sabe hasta dónde llegará su influencia”. Estoy seguro de que la mayoría de los ex-alumnos de don Carlos hoy podemos reconocer su huella clara e indeleble, tanto en su legado académico como en el cívico, porque fue un febril y devoto amante de nuestra patria. A mí, además, la vida me dio el privilegio de convertirlo en cómplice de la linda aventura de acrecentar el amor y respeto por la naturaleza a través de la literatura.

Y ahora sé que, aún en su ausencia, cuento con su tutela espiritual para concretar nuestro proyecto, y que por las páginas de la futura antología también vagará su niñez, llena de mar, crepúsculos, chucuyos, frutas dulcísimas, ríos y montañas, como las de este verano en que él se ha ido.

1 comentario:

Unknown dijo...


Hola Luko, Don Carlos Altamirano fue mi profesor de castellano en el Liceo de San Jose.
Coincido plenamente con usted sobre la personalidad de Don Carlos, una gran persona, un excelente profesor, un gran amigo de sus alumnos. Muchas gracias.