22 julio, 2008

Cedros fragantes

Recientemente, para el Día del Árbol, se anunció que el Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio) designó como Árbol Excepcional 2008 un cedro ubicado en Escobal de Atenas. Esto me ha inducido a escribir este artículo, que es un producto parcial de continuas pero lentas pesquisas que he venido realizando acerca de la presencia de los cedros y las caobas en nuestra historia.

Consideradas como maderas preciosas por su textura y los bellos acabados que se pueden lograr, así como por su resistencia intrínseca a pudriciones, incendios y ciertos insectos que atacan la madera seca, son excelentes para ebanistería fina, decoración de interiores, construcción de viviendas y barcos, y confección de violines y guitarras. También se prestan con facilidad para su secamiento, pulimiento y elaboración de caprichosas formas.

Fue por eso que, cuando leí por primera vez el relato “Celebración de la risa” -en esa joya que es “El libro de los abrazos”, del uruguayo Eduardo Galeano-, pensé que de por medio habría un cedro o una caoba, pues él dice: “José Luis Castro, el carpintero del barrio, tiene muy buena mano. La madera, que sabe que él la quiere, se deja hacer”. Simple pero muy hermosa descripción; en cálida complicidad lúdica, carpintero y madera hablándose, retozando, hasta la transmutación del crudo trozo en bello objeto con identidad, vida e historia propias. Como el ropero de sencillas formas que me heredó la abuela Ramona hace ya muchos años y que debí regalar hace poco a un sobrino, pues no tenía dónde colocarlo para que luciera su sencillo esplendor. Tendrá ya unos cien años, y la vez que lo llevé a pulir donde ese maestro que es don Arnoldo Hidalgo, en Turrialba, sorprendido me dijo: “¡No sabe el tesoro que usted tiene! Porque es de cedro de Guanacaste, y ese no se consigue desde hace muchos años”.

Debe ser cierto. Hace pocos años, por la prensa se comunicaba que las existencias de caoba han mermado en 84% para Costa Rica, desde la época colonial. Lo he percibido en meses recientes cuando, al revisar añosos periódicos, se nota cómo desde mediados del siglo XIX -tras ser movilizadas por el caudaloso río Tempisque- las tucas de caoba y cedro eran exportadas por miles cada año, desde Puntarenas. Lamentablemente, la deforestación desmedida no solo ha provocado su sobreexplotación, sino que también -al extraerse los árboles de mayor fuste y calidad- a la pérdida, por erosión genética, de muy valioso material reproductivo. Para colmo, casi nadie se atreve a establecer plantaciones, por temor a la palomilla Hypsipyla grandella, cuya larva perfora los brotes, impidiendo que los árboles produzcan fustes rectos y voluminosos.

Retornando al texto de Galeano, a decir verdad, el trozo de Castro no era de caoba ni de cedro, pues estas especies aparecen desde México hasta gran parte de Suramérica, pero sin llegar a Uruguay. Pero de seguro lo era de alguna otra especie maderable benévola, como tantas las hay, que quizás hasta figure en el poema “De árbol a árbol”, de Mario Benedetti -otro inmenso escritor uruguayo-, canto de hermandad y solidaridad arbóreas frente a quienes los tumban sin piedad.

Es interesante que, hacia el final de este poema, en un mismo verso él aluda a los cedros del Líbano y las caobas de Corinto (en Nicaragua), pero no menciona a los cedros americanos. Y es que si de hermandades o afinidades se trata, habría que establecerlas entre el cedro libanés y nuestros cedros, de los que hay más de diez especies, entre las que sobresale el cedro amargo por su belleza y ubicuidad. Sin ser parientes en absoluto, pues el primero es más bien medio primo de los pinos (familia Pinaceae) y el nuestro pertenece a la familia Meliaceae (afín a la uruca), lo son más bien por casualidad, o quizás hasta por un error de apreciación.

El cedro libanés (Cedrus libani), ese cuya efigie incluso engalana la bandera de Líbano, así como otros congéneres, son originarios del Medio Oriente y el Himalaya. Aparte de su hermoso aspecto y resistente madera -común en edificaciones, navíos y sarcófagos en el Antiguo Egipto-, aunque frágil para ebanistería, posee una fuerte y grata fragancia. Cabe señalar que el nombre “cedrus” es latín, pero proviene del griego “kedros”, que pareciera relacionarse con el término “aroma”.

En su libro sobre los nombres comunes de nuestras plantas, León y Poveda indican que fueron los españoles quienes -debido a la similitud en color, lustre y resistencia de la madera entre los nuestros y los del Viejo Mundo-, bautizaron como “cedros” a todas las especies hoy agrupadas en el género Cedrela. No obstante, me parece que aquí hay una seria omisión, referida al olor de su follaje y madera. De hecho, no en vano el nombre científico del cedro amargo es Cedrela odorata, en alusión al olor de su follaje, como a cebolla o ajo, y también al hecho de que su madera es algo amarga y despide un sutil y estimulante aroma. Entonces, sería más bien esto lo que explicaría la fortuita afinidad con el cedro amargo.

De tan mítico que es, se dice que el cedro libanés es el árbol más citado en la Biblia. Y, ¡curiosidades del destino!, el cedro amargo -u otras especies afines, pues siempre son mencionadas como “cedros”- es quizás el más citado en la literatura mesoamericana. Así lo sugieren numerosas referencias que con los años he ido recogiendo, tanto de los viajeros que recorrieron Mesoamérica desde el siglo XIX, como de varios literatos. Al respecto, entre los nuestros, su presencia es recurrente en la poesía de Jorge Debravo y de Arturo Montero Vega, y Julieta Dobles hasta le dedicó todo un poema, titulado “Cantata del cedral”.

Pero quizás su máxima expresión se alcance en el conmovedor cuento “Serrín de cedro”, del célebre costumbrista salvadoreño Salarrué, en el que Macario, aserrador rural, abandona a su familia por otra mujer y, tras matar a un paisano, termina en la cárcel. Ahí, “cada vez que pasaba por la carpintería del plantel, se robaba una puñada de serrín de cedro: y por la noche se estaba en su celda oliendo, oliendo...”. Y, de súbito enfermo, la víspera de morir sueña que su amigo Cirilo y su mujer Tina cortan con sierra un tronco, que es él mismo, del cual se desprende aserrín colorado. Ella toma un puñado y lo huele, para constatar, con su “Jiede... nues palo duro, no aguanta, jiede...”, que era un hombre que no valía la pena. “Güeliera, si juera de palo valiente”.

Porque, así es: si no huele, no es cedro. Por eso, cuando pude por fin construir mi anhelada casa hace pocos años en Heredia, hice parte de ella con cedro, para disfrutar de su enervante aroma, sobre todo cada vez que regreso. Además, sembré cuatro árboles que, ahorita de frondoso y reluciente follaje con la entrada de las lluvias, me recuerdan cada día mi pacto de entomólogo, de no cejar en la búsqueda de métodos biológicos para el combate de esa Hypsipyla, tan dañina.

Quizás sean atavismos míos. Pero es que hay una conexión casi ontológica que me une al cedro, desde mi infancia naranjeña, por un gran árbol que había en nuestro solar. Tal vez la clave esté en este verso de Julieta: “Espejo vegetal de multitudes, / variedad luminosa de maderas intensas, / de resinas que callan y que cantan”. Porque esa fragancia resinosa es inmemorial en mí y me impregna vitalidad. Y, si como dijo Debravo: “Amo la tierra porque en ella / seremos eternos. / Convertidos en planta, en humus o en dolor, / seguiremos la vida”, puesto que quiero que, al partir, mis cenizas sean colocadas al pie de un cedro, de veras que quizás me resulte infinita.

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