22 julio, 2008

Jamaica

Pareciera fácil escribir sobre esta isla, tras recorrerla hasta lo profundo de su geografía de selvas y litoral: de Kingston a Saint Ann en el norte, a Port Antonio en el noreste, a Port Morant en el sureste, y a Montego Bay en el noroeste. Pero, en realidad, me ha costado hacerlo porque, como el azogue, Jamaica es huidiza a mis palabras. Quizás sea por esa especie de transmutación que percibo siempre en las cosas y gentes del Caribe, donde lo que parece no es.

Vine a una consultoría como especialista en insectos, buscando una plaga de maderas preciosas como la caoba y el “blue mahoe”, su árbol nacional. Pero, tras dos semanas agotadoras de penetrar en las exuberantes y escarpadas reservas forestales donde supuestamente estaría esta plaga y de cortar numerosos árboles afectados, no la hallamos. En realidad, el daño se debe a otros factores, de manejo silvicultural.

En sus bosques, eso sí, vi cosas maravillosas y sorprendentes. Hay caracoles por todas partes, algunos muy grandes; más de una vez emergió veloz una mangosta (carnívoro enemigo de serpientes, introducido desde la India para combatir ratas de la caña de azúcar, y que se tornara en una seria plaga); y, afortunado, en mi última visita al bosque me topé con un colibrí (el ave nacional, llamada “doctor bird”) majestuoso, con una inmensa cola bifurcada, que no le impide dibujar sus febriles, precisos y tornasolados trazos por los aires, ni tampoco cernirse incesante a libar el néctar de las flores.

Pero, aparte de estas y otras vivencias de su historia natural, aprendí más sobre la dimensión humana del país caribeño más grande con una población totalmente negra y de habla inglesa. Fue una nueva experiencia sentirme minoría en color (bien pálido que soy, y en medio de seis u ocho negros todos los días), aislado en mi comunicación por el ininteligible pero musical lenguaje patuá (Yeahman! Wha ta gwaan? Yu a´right?), sumergido todo el día en la cadencia del “reggae” de la radio (que descubrí hace más de 20 años en las voces de Bob Marley y Peter Tosh, cuando era estudiante de postgrado en California) y, sobre todo, ser bien recibido en todas partes.

Porque eso tienen estas gentes: bondad y generosidad. En medio de su agricultura de subsistencia y crónica pobreza, más que evidente en los desaliñados villorrios alineados a lo largo de las empinadas, retorcidas y angostas carreteras (a veces con su cementerio privado al lado de sus casas, con tres o cuatro tumbas, por falta de terrenos), siempre tienen algo para ofrecer. Cuando, por nuestros impredecibles horarios nos quedamos sin almorzar, apareció oportuna la mano de estos pobres tan pobres para (con una maestría con el cuchillo y la navaja que nunca antes vi) pelarnos al instante naranjas, yuplones, pipas, caña o “jackfruit” (jaca), e incluso ofrecernos de su mesa el exquisito “ackee” (seso vegetal) con pescado salado, “callaloo” (bledo), “yam” (ñame), fruta de pan, “jerk chicken” (pollo a la parrilla), patí o su sopa jamaiquina de gallina.

De abigarrada indumentaria y desaprensivos, quizás indolentes, disfrutan de la vida a su manera (de los formales ingleses heredaron la ubicación del volante al lado derecho del automóvil, lo que al principio me causó pavor en las angostas carreteras, donde uno no sabía quién era el que iba o venía en su carril). Por eso no es extraño ver a hombres o mujeres desnudas bañándose en ríos, o a agricultores fumándose un pitillo de marihuana con la mayor naturalidad. Y, en todo pueblo, siempre aparece alguno de los practicantes de la religión rastafari con sus larguísimos, finos y entreverados colochos, así como sus grandes gorros tejidos y vistosos. Además, de cualquier rincón surgen de súbito mujeres cadenciosas, esbeltas y de formas espléndidas, cuyos pícaros ojos y sonrisa resaltan con sensualidad sobre el hermoso azabache de su piel.

Sí, esto fue lo que mis ojos vieron y mi pecho sintió, al compartir con un pueblo resurgido con dignidad de los tiempos espantosos del dolor y la humillación de la esclavitud, y cuna de la mayoría de nuestra población negra de Limón y de la amada Turrialba, donde vivo.

Y, ya de despedida, mientras el avión toma altura, tarareo para mí solo el calipso Jamaica farewell, que Harry Belafonte -inmenso como artista y como ser humano- supo inmortalizar. Entonces recuerdo a Debo, aquel simpático y locuaz pulpero-cantinero del minúsculo Clarks Town, a quien le pedí que la cantáramos a dúo, él en inglés y yo en español.

Al terminar, con un fuerte abrazo y los ojos húmedos nos despedimos, llenos de sentimiento y de hermandad, esa que aflora tan espontánea en los jamaiquinos.

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