22 julio, 2008

El castillo, un maestro y un obrero

A fines de abril, el Consejo Internacional para los Monumentos y Sitios (Icomos) otorgó un reconocimiento al señor Jorge Ignacio Guier, su dueño actual, por los diligentes esfuerzos de restauración del Castillo del Moro. Esta casa, declarada de valor patrimonial para el país y recién convertida en parte en café y restaurante, es única entre la ecléctica y soberbia arquitectura del añoso y hermoso barrio Amón -aromado siempre por la enervante fragancia de sus árboles de uruca-, que fuera la cuna de la gente acaudalada del país a partir de los dos primeros decenios del siglo XX.

Y no lo es tanto por sus dimensiones, pues tiene apenas 272 m2 de extensión, sino por su minuciosa ornamentación, belleza y sobriedad. En la intersección de la calle 3 con la avenida 13, sólidamente afianzado como para no desbarrancarse cuesta abajo hacia la cuenca del río Torres, destaca ese exótico edificio “caracterizado por la profusión de arcos en forma de herradura, una cúpula de bronce, ménsulas y mosaicos españoles que reproducen una pequeña fortaleza mudéjar”, en la descripción de Florencia Quesada en su libro “En el barrio Amón”. Y, como ella lo indica con abundantes detalles, fue el comerciante don Anastasio Herrero Vitoria quien lo mandó a construir, de seguro influido por las maravillas arquitectónicas heredadas de los árabes en su España natal.

Sin embargo, ignorante absoluto en cuestiones arquitectónicas, más bien quiero destacar aquí algo más: a sus constructores. Como consta en dicho libro, el contratista fue don Gerardo Rovira, nombre que a primera vista no dice mucho, pero que es significativo para nuestro patrimonio arquitectónico, así como para mi familia, por profunda gratitud. Por fortuna, recientemente se ha reconocido su legado en el libro “Catalanes en Costa Rica”, de M. Rosa Serrano Jaime, pues él vino de Barcelona en 1884, tras permanecer en Puerto Rico, y aquí se casaría con doña Manuela Redondo, originaria de Cartago.

Encargado de numerosas construcciones en la capital, descritas en dicho libro, algunas de gran reputación, tuvo bajo su responsabilidad la construcción del Club Unión. Y fue ahí donde algún día de fines de abril o inicios de mayo de 1924 llegaría en búsqueda de trabajo mi padre Pasko, quien el 24 de abril había recalado en Puerto Limón, donde abandonó el barco que lo llevaba para Argentina cuando alguien le dijo que, como albañil que era, aquí le sería más sencillo conseguir trabajo, tras el terremoto de marzo anterior en el Valle Central. No sé en qué idioma se comunicarían -pues entonces papá no hablaba español-, pero supongo que fue en el hondo e infalible lenguaje del corazón, así como en la reveladora mirada, apremiante, conmovedora y solidaria, de los inmigrantes.

Desde entonces esta empatía los convertiría en cómplices de bienandanzas. Demostradas con creces sus destrezas, rigor y perfeccionismo, tan bien aprendidas de su padre Niko en el Mrcevo natal y plasmadas en tantas casas de piedra rústica sujetada con argamasa en los villorrios vecinos de su amada Croacia, concluida esta obra se marcharon a construir la preciosa iglesia de Naranjo donde, además, conocería y se casaría con Carmen, mi madre. Y, tras la inauguración de dicha iglesia en abril de 1929, papá se vendría a vivir a la capital, en una casa del barrio Santa Lucía alquilada a don Gerardo -donde nacería Eugen, mi hermano mayor-, quien después lo contrataría ya no como albañil, sino como maestro de obras, para acometer la delicada tarea de construir el hoy llamado Castillo del Moro.

Por eso ahora, cuando se premia la labor de restauración del Castillo, no puedo dejar de evocar con profunda nostalgia a esos dos amigos inmigrantes, uno catalán y el otro croata quienes, junto con tantos obreros más, dejaron allí parte de sus vidas y de su ser, silenciosos, humildes, devotos del trabajo y satisfechos de la grandeza que significa el deber cumplido con tan alta calidad.

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