22 julio, 2008

Páramos

La primera vez que oí la extraña palabra “páramo” (“El páramo, un lugar vecino al cielo…”) fue en el poema “A un año de tu luz”, del venezolano Andrés Eloy Blanco, siendo yo estudiante de secundaria. Me gustó mucho, pero nunca indagué sobre su significado. Ya en la Universidad, me reencontraría con dicha palabra en el título de “Pedro Páramo”, célebre y estremecedora novela del mexicano Juan Rulfo, con ingrato regusto a paisajes áridos y crudos, así como a almas desoladas.

Acostumbrado al profuso verdor y humedad de nuestro trópico, la sentía ajena y distante. Pero, recién empezando mi carrera de biología en la Universidad de Costa Rica, en el curso de “Historia natural de Costa Rica” me la topé de nuevo, pero ahora grávida de vida: la hallé cuando leía la guía preparatoria para nuestra gira al Cerro de la Muerte (que aún conservo, 33 años después, junto con mis apuntes de campo), escrita de manera amena y coloquial por Sergio Salas, entonces nuestro profesor, hoy querido amigo y co-fundador del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio). Y quedé deslumbrado, en una curiosa mezcla de aprensión y ansias por conocer tan insólitos ecosistemas.

El día de la gira, en abril de 1972, la cual consistía en varias paradas o estaciones para discutir sobre la geomorfología, clima, vegetación y fauna observadas en el gradiente altitudinal que conduce desde el Guarco hasta el Cerro de la Muerte (a 3400 m), me cautivó de inmediato ese majestuoso paisaje que se extiende a ambos costados de la Carretera Interamericana, subiendo por la cordillera de Talamanca. Porque ahí el aire se palpa cristalino y transparente y, de tan puro que es, cuando roza la piel o invade y ensancha los pulmones, provoca una sensación de vitalidad y placer infinitos. Ese día -como en una especie de revelación-, descubrí la sin igual vegetación de nuestras montañas de altura, con abundantes lauráceas (parientes del aguacate) y melastomáceas, compactos robledales o encinares (a veces con árboles de hasta 50 m de altura), y también un fascinante micromundo de líquenes, licopodios, esfagnos y otros musgos. Y, al final, cerca del Cerro -donde el frío es tal que impide la presencia de árboles-, el ansiado páramo.

¡Desconcertante! Sí, pues recuerdo que mi impulso inicial de llegar hasta la cumbre se refrenó ante el fuerte efecto de la presión atmosférica y, con la respiración entrecortada, apenas pude mantener el paso lento y comedido, para empezar a escalar tan rocosos parajes. Ya después, algo entumidos, recorrimos el lugar por estrechos senderos entre punzantes cañas de chusquea y puyas, emergentes entre la alfombra de la extensa vegetación achaparrada de arrayanes, senecios, valerianas, castillejas, calceolarias, violas, anturios y bomareas, muchas de ellas con flores diminutas y vistosas. ¡Ah bello mundo de miniaturas y fina orfebrería!

Años después, volvería -por hasta una semana, varias veces-, ya como estudiante o como ayudante en cursos y, cuando tenía algún rato libre, me iba solo para, sentado sobre alguna roca, liberar mi mente en una especie de catarsis, extasiado ante tan conmovedor silencio y penetrantes fragancias silvestres, dejando fluir mis sentidos en sintonía con ese prodigioso entorno. Y, para fines de 1986 -tras superar una crónica dolencia en una rodilla-, por fin pude concretar mi sueño de ascender a Chirripó, el punto más alto del país (a 3820 m), como lo narré en el artículo homónimo (Semanario Universidad, 5-II-87), uno de los más bellos y sentidos que he escrito.

Es por esto que todo lo que aluda a los páramos me atrae con fuerte magnetismo. Y es así como, cada vez que hojeo el libro “Chirripó. Un viaje a la montaña mágica”, en cuyas láminas el cirujano cardiovascular y excelente fotógrafo Juan José Pucci nos deleita hasta el vértigo con esa simbiosis de su lente de artista con las bellezas de esos parajes, revivo mis vivencias de formas y colores inefables, de frío glacial y hospitalidad silvestre, de sencillez y magnificencia juntas.

Empero, como además de ese goce estético, la peculiar riqueza geológica y ecológica de los ecosistemas invita a ser estudiada y comprendida, ¡cómo no celebrar la reciente aparición del libro “Páramos de Costa Rica”, editado por el amigo Maarten Kappelle y su colega Sally Horn!

Voluminoso, en las más de 700 páginas de texto -ilustrado con 60 fotografías y cinco mapas a colores, y producido por el INBio- sus 37 autores (nacionales, holandeses, alemanes y estadounidenses) han abordado, de manera rigurosa y con visión de conjunto, casi todas las facetas imaginables de los páramos de Costa Rica: clima, geología, geomorfología, depósitos glaciares, suelos, lagos, paleoecología, biogeografía, biodiversidad florística y faunística, así como las comunidades vegetales terrestres y acuáticas, para culminar con una pertinente y amplia discusión acerca de su conservación y desarrollo, incluyendo algunas propuestas de alternativas para el uso racional de estos importantes ecosistemas, hoy seriamente amenazados.

Maarten, holandés de nacimiento y ahora casi tico, quien por más de 15 años ha estudiado los páramos junto con nuestros bosques nublados y robledales, tuvo la excelente y noble idea de dedicar el libro a Adelaida Chaverri, fallecida hace dos años. Y esto es así no solo porque esta recordada colega y amiga, coautora póstuma de tres capítulos del libro, fue quien lo acogió a él en la Universidad Nacional cuando llegó al país, sino que también fue pionera e infatigable investigadora de nuestros páramos; asimismo, propuso la creación del Parque Nacional Chirripó, para así preservar estos maravillosos ecosistemas.

Por eso, invitados por Maarten, quienes acudimos a la presentación del libro -contrarrestando la pertinaz lluvia y el fuerte frío, en la tarde del viernes 14 de octubre ahí en el INBioParque- con palabras y hasta una canción la evocamos, en un cálido convivio. Y, consciente de su distancia física, reincidió en mi mente el breve pero significativo verso “el páramo, un lugar vecino al cielo” y pensé que, de tan vecinos, deben ser lo mismo, y que es ahí donde hoy mora Adelaida.

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