22 julio, 2008

A diez años de tu luz

Tomo prestado y parodio el título del hermosísimo poema “A un año de tu luz”, del venezolano Andrés Eloy Blanco, alusivo a la muerte de su madre y escrito durante su exilio en México -víctima de la dictadura de turno- en octubre de 1950. El mismo cuyo poema “Angelitos negros” fuera transformado en aquella célebre canción popular, fresca y rotunda adversaria del racismo. Y lo hago para evocar, a diez años de distancia cronológica, la muerte de mi madre Carmen.

Tras vivir por muchos años en Turrialba, ahora resido en Heredia, donde el bello verano me colma de relucientes lunas, así como de diminutas luces que pringan las serranías en noches tan espléndidas. Pero tanta belleza también me trae a la memoria la luna llena que nos acompañara en la impensada y mortificante travesía desde una playa guanacasteca hasta el Hospital Blanco Cervantes, donde mamá agonizaba aquella infausta noche de enero, así como las luces que divisaba después desde el amplio ventanal del hospital -añorando la calidez hogareña de otros tiempos- durante las madrugadas en que pude acompañarla, pues tuvimos la fortuna (¡maravilloso regalo!) de que ella se recuperara de su trance mortal y viviera por casi mes y medio más, en total lucidez.

Dejé testimonio de ello en el artículo “La vida merecida”, en estas mismas páginas, con reflexiones y enseñanzas sobre el sentido de la vida y de la muerte -tan indisolubles-, que he compartido con numerosos amigos que han vivido situaciones similares en años recientes. Pero, eso sí, confieso que enmudecí cuando su cuerpo exánime estaba a punto de ingresar a la tumba y -porque me lo pidieron- tan solo atiné a decir, con la voz entrecortada por el dolor, los versos finales de “A un año de tu luz”: “Con bosque y mar, con huracán y brisa, / con esa misma muerte que te encierra, / de la gracia inmortal de tu sonrisa / llenos están los cielos y la tierra”. Versos que aprendí en la adolescencia -de boca de mis hermanos-, y que nunca imaginé que me acompañarían para tan difícil momento.

Y hoy, un decenio después, entre el dolor de la remembranza inducido por la luna y las luces montañeras del verano, percibo que su sonrisa se acrecienta en mi corazón y me reafirma que aquel 3 de marzo de 1995 fue tan solo una fecha simbólica, en la cual, a sus casi 85 años de vida, mamá se integró a la eternidad. Porque la sigo evocando con esa su sonrisa humilde y espontánea, quizás hasta infantil, colmada siempre de amor y ternura: la misma de la niña naranjeña en la añeja foto del álbum familiar; de la hermosa y dulce muchacha rural que aceptó a aquel forastero croata, con quien procrearía once hijos; de la madre valiente e indoblegable para superar incontables adversidades y hacernos personas de bien; de la abuela llena de mansedumbre y bondad con sus numerosos nietos; de la cómplice que, ante cada nuevo texto que escribía y le daba a leer, me hacía recordar los versos del propio Andrés Eloy: “¿Qué sabes tú de formas y doctrinas / de metros y de escuelas. / Tú eres mi madre, que me dices siempre / que son hermosos todos mis poemas; / para ti yo soy grande, cuando dices mis versos, / yo no sé si los dices o los rezas…”.

A diez años de separación física, sigo sintiendo cotidiana y cercana su luz tutelar, orientando mis pensamientos y mis pasos, remarcándome la honestidad, la humildad, la tolerancia, la vocación por el trabajo y el espíritu de servicio como normas de vida.

Porque, puesto que “desde la luz de tu bondad eterna nos sonreirás con la piedad más tierna...” -como lo dijera Eladia Blázquez en aquel tango a Cátulo Castillo-, confío plenamente en que será esa sonrisa luminosa la que nos guiará siempre para honrar su inmarcesible legado de valores y actitudes, así como su amadísima memoria.

No hay comentarios: