22 julio, 2008

Barcelona

Ha empezado la primavera, amargada por el estallido del fuego despiadado y criminal sobre Iraq, a pesar del clamor universal del humanismo y la sensatez. Estoy en Barcelona, ciudad llena de historia y hermosura en todos sus rincones. ¡Cómo fluye la vida por estas calles, espontánea y maciza! Vigías del tiempo, las coloridas y heterodoxas formas arquitectónicas de Gaudí enmarcan el ritmo trepidante de cada día. Pero, en medio de esa marea cotidiana y aparente anonimia, hay calor humano y gusto por vivir.

La Rambla, amplio y bellísimo bulevar, está saturada de aromas, sonidos y colores. Huele a historia, brotada de los edificios centenarios que la delimitan, pero también a comidas cosmopolitas que invaden el aire. Y la multitud rumorosa se detiene a intervalos a curiosear en los puestos de revistas, flores, artesanías o mascotas y, más aún, a deleitarse con las estatuas o marionetas humanas -de múltiples fisonomías, atuendos y colores-, los cartomantes, prestidigitadores y magos, los caricaturistas instantáneos, los pintores e, incluso, una pareja que enciende un tocacintas y se suelta -más que a bailar- a oficiar un tango. De manera tácita, con un sombrero o una lata sobre el suelo, todos solicitan una propina, seguros de que las pequeñas dádivas de su cómplice clientela les permitirán sobrevivir, para retornar mañana y siempre a compartir su creatividad.

Más tarde subo por la colina de Tibidabo, pero me despisto y no puedo detectar los enervantes efluvios de la pastelería de aquel Josep Vicenç Foix descrito por Joan Manuel Serrat como gran pastelero y gran poeta (“Cuando llueve bailo solo. Me visto de algas. Me visto de espumas. Sé que el mar está a mi alrededor y que encima mío no hay más que un pedazo de cielo escarlata...”). Después el funicular me lleva hasta la iglesia que corona su cúspide desde donde, en medio de un silencio conmovedor que me contagia para invocar la paz en el mundo, contemplo la ciudad, explayada al lado del majestuoso mar Mediterráneo.

Concluida mi labor científica aquí, parto hacia Montpellier, en Francia, donde debo continuarla. El tren penetra en las amplias y feraces tierras del interior, con verdes prados y predios de hortalizas delimitados por cercas de piedra y tapavientos de árboles. Avanza por poblados con bellos nombres catalanes, y pasa por Figueres, donde naciera, realizara gran parte de su obra y muriera Salvador Dalí.

Pero cerca de la frontera con Francia el paisaje cambia de manera radical, pues los montes Pirineos estrujan al ferrocarril hacia el litoral. Entonces emerge, frente a los cortes abruptos de las masas montañosas, el esplendor de la Costa Brava y después -ya del lado francés- la hilera de preciosos villorrios blancos, marítimos y vinícolas de la Cataluña francesa, engastados en colinas áridas, pedregosas y de vegetación achaparrada, opacas contra el reluciente azul del Mediterráneo.

Entre ellos diviso un nombre que me estremece el corazón, Collioure, donde el poeta sevillano Antonio Machado “viejo y cansado, a orillas del mar, bebióse sorbo a sorbo su pasado” (en palabras de Serrat) y sufrió el exilio y la muerte, a inicios de 1939. Aquí reposan sus restos. Y también está en este aire de marzo la inspiración de un poema postrero, de un solo verso o quizás trunco (“Estos días azules y este sol de la infancia”), que hallaran en su abrigo, tras su muerte.

Conmovido, disfruto del resto de la travesía por la hermosísima región del Midi o Mediodía francés, entre viñedos -algunos ya asomando sus flores rosadas intensas, inducidas por la primavera-, salinas e inmensas marismas. Pero su significado se acrecienta cuando mi vecino de asiento -erudito catalán residente en Francia-, me cuenta sobre la historia de estas tierras, disputadas por romanos, visigodos y francos, así como de la persecución y carnicería masiva de la secta católica de los cátaros o albigenses en el siglo XIII, por orden papal.

Días después, repaso la belleza de este paisaje, impregnado con tanta historia cruda y dolorosa, olorosa a inquisición, en mi viaje de regreso a Barcelona. Por la tarde voy al centro de la ciudad, donde las pancartas y mantas de “Aturem la guerra” convocan a gigantescas multitudes a detener la guerra en Iraq. En el metro, en la hora pico, un trovador se abre paso entre la multitud y canta una linda canción, que desconozco. Pero, antes de que sea tiempo de cambiar de estación y de recoger su propina, su voz impecable y cálida revive a John Lennon en las frases sencillas, utópicas y penetrantes de una Imagine que me galvaniza el alma.

Ello me hace recobrar la confianza en una humanidad que hoy, desbordada en las calles de esta y otras ciudades del mundo, reafirma la esencia de la hermandad y de la solidaridad para desafiar con valentía la ceguera, la prepotencia y la codicia de los irracionales y los poderosos.

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