22 julio, 2008

Con aroma a ciprés

Alisios o nortes, frescos y raudos vientos que espantan a nubes rezagadas -despejando el cielo para que el sol y la luna derramen toda su luz veraniega-, pero que también tonifican nuestro espíritu. E, inevitablemente, con ellos nos llegan desde lo profundo de los sentidos y la memoria los aromas y colores de la Navidad, en la evocación de la calidez hogareña de la ya lejana infancia.

Sí. De aquellos tiempos de vacaciones. De encumbrar papalotes, azotados por sus súbitas ráfagas. De buscar y deshilachar las duras y puntiagudas hojas de itabo para las amarras, así como cortar y soasar hojas de plátano en el multitudinario ritual familiar de hacer los infalibles tamales, de aroma tan propio al cocinarse entre borbotones en las grandes ollas de aluminio. De sembrar maíz y arroz con la abuela Ramona para construir campos agrícolas en miniatura, teñir aserrín con colores vistosos para los potreritos y senderos, inmersos todos entre amplios predios tapizados con musgo -llamado lana entonces-, y también llenar de ocres y reluciente escarcha los negros cartones encerados para perfilar los lomeríos que delimitaban al portal, que después se poblaría de pequeñas figuras.

Y, en el rústico pesebre, el pequeño pero finamente labrado y sobrio pasito de madera, el cual extraíamos con reverencia de entre telas protectoras en una caja de madera, que de especial nada tenía, salvo ser la del pasito, lo que la convertía en sagrada.

¡Cómo disfrutábamos de ayudar a hacer el portal, espacio bucólico de concordia y bienaventuranzas! Portal aromado a musgo y a ciprés que, con sus penetrantes aceites esenciales, entre más se seca más grato huele. Y, con él, el arbolito navideño -entonces dábamos aspecto de tal, entrelazándolas, a algunas ramas bien escogidas de algún generoso cercado-, multicolor en los brillantes globos de variado tamaño, así como en las sencillas y diminutas luces sincronizadamente parpadeantes.

Pude haber escrito sobre esto hace mucho tiempo, pero nada me lo había provocado. Y, curiosamente, lo indujo ahora un anuncio hallado en La Gaceta Oficial de hace casi 140 años, en una reciente visita a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional. En efecto, para la Navidad de 1868, en un pequeño recuadro se anunciaba la venta de árboles de pascua, lo cual me sorprendió al instante, pues desconocía que se comerciara este tipo de árboles tan temprano en nuestra historia. Quien lo suscribía era Jacinto Guzmán, de quien ahora me entero que era casado con Josefa Victoria Quirós, prima hermana de mi abuelo Ascensión.

Ahora bien, es de suponer que se trataba de arbolitos de ciprés, pero esta especie no es nativa del país, sino de México y el norte de América Central. En el anuncio aparece la figura de un árbol grande -nada parecido a una conífera-, pero esto obedecía a que los logotipos de imprenta eran prefabricados e inmutables. Otra posibilidad es que fueran arbolitos de uruca (Trichilia havanesis), cuyas suavemente aromáticas ramas se usaban para decorar altares, pero esto amerita mayor indagación. Curiosamente, para la Navidad de 1869 el anuncio ya no apareció, y desconozco si la tradición continuó, pues ese no es el tema de mi investigación. Pero lo llamativo es que alguien visualizara desde entonces la modalidad plantar y vender arbolitos para la Nochebuena.

De haber sido el ciprés el árbol aludido en el anuncio, es claro que alguien debió importarlo y naturalizarlo. Pero, ¿quién fue esta persona? No se sabe con certeza aunque, tras consultar con varios conocedores de etnografía y botánica, el ingeniero forestal Freddy Rojas, del Instituto Tecnológico de Costa Rica, me remitió a una muy útil evidencia, que aparece en una tesis de maestría realizada en el CATIE (entonces IICA) en 1967. Su autor, el chileno José Bucarey, indica que muy posiblemente quien lo hizo fue don Ricardo Casorla en 1860, cuando sembró cipreses y otros árboles ornamentales en Carrizal de Alajuela. Creo que este dato es de fiar, pues la información se la suministró el célebre botánico don José María Orozco Casorla, nieto de aquél.

Al indagar sobre don José Ricardo, he hallado que nació en 1836 en Panamá y se había establecido en Costa Rica en 1860. En Puntarenas fungió como agente de las Compañías de Vapores del Pacífico, lo cual podría explicar sus contactos para conseguir semillas de árboles exóticos. Años después se mudaría a Alajuela, donde fue inspector de escuelas, fundó un colegio primario-secundario y dirigió el periódico El Porvenir. Víctima del gobierno de Tomás Guardia, regresó a su patria en 1876, donde publicaría un libro sobre el cultivo del café y sería presidente por un corto período. Sufriría varios atentados, tras lo cual se retiró de la función pública, para morir en Las Tablas en 1880. Con su esposa Rafaela Soto procrearía siete hijos, entre ellas Rosa María, quien se casaría con don Secundino Orozco Salazar y tendrían cinco hijos, entre ellos José María y Claudia (madre de la recordada doña Victoria Garrón de Doryan, ex-vicepresidenta de la República).

Retornando al ciprés, aunque su nombre científico (Cupressus lusitanica) alude a un origen portugués, hoy se sabe que ello es infundado. La confusión surgió porque fue a partir de un centenario árbol plantado en el convento de Buçaco, cerca de Coimbra, que la especie fue descrita en 1700 por el botánico francés Joseph Pitton de Tournefort, tras lo cual el taxónomo escocés Philip Miller la bautizó en 1768, tres años antes de morir. Indagaciones posteriores sugieren que fueron las monjas carmelitas de dicho convento quienes lo introdujeron desde México cerca de 1634.

Esto indica que, en contraposición con lo muchos creen, el ciprés no es tan exótico ni distante nuestro como lo parecía. Aunque se le introdujo en Costa Rica como árbol ornamental, Bucarey señala que tiempo después tuvo gran aceptación para formar tupidas cortinas rompevientos en las zonas altas de Alajuela, Heredia, San José y Cartago, sobre todo para evitar la caída de las flores del café y evitar la erosión de los suelos. Pero también se convirtió en una valiosa y continua fuente de leña para hogares rurales, así como de muy buena madera para ebanistería y construcción. Según los registros de dicho autor, su siembra en plantaciones data de 1914, en Pacayas de Cartago.

Ahora bien, el origen de su presencia en nuestros portales es incierto aún. Cuesta aceptar que, con apenas ocho años de establecido por Casorla, ya Jacinto Guzmán comerciara al ciprés como árbol de pascua, lo cual sugiere que lo que él vendía no era ciprés, sino alguna otra especie con propiedades aromáticas, pues las fragancias naturales son inherentes a los portales en los hogares católicos, sobre todo en Europa y América, donde es frecuente la presencia de frutos fragantes.

En todo caso, más allá de las acciones de Casorla o Guzmán, es claro que, quizás por la influencia de la tradición europea de colocar pinos y otras coníferas en los hogares -de origen pagano, incluso-, en Costa Rica se adoptó al ciprés, en una suerte de curioso sincretismo, para aromar nuestros portales. Y lo más llamativo es que fuera aquí donde en los últimos 30 años -al estilo de la rentable “industria” navideña típica de Europa y Norteamérica- prácticamente se domesticara al ciprés para establecerlo en pequeños predios y comerciarlo como arbolitos decorativos a partir de tres o cuatro años de edad, por lo cual Costa Rica es hoy reconocida como pionera en el plano internacional.

Al margen de esto, y mientras escribo este artículo, un enervante y grato efluvio llega a mi nariz y, sobre todo, invade y colma de nostalgia mi alma, diciéndome que, desde el fondo del tiempo y la infancia, la Navidad ya está aquí, con sus frescos nortes, la cálida evocación de quienes ya partieron, la cercanía afectiva de los que amamos, y el aroma a ciprés, pues no podría ser de otra manera.

Sí, con ese envolvente e inefable aroma a ciprés, único, invicto e infinito en nuestra memoria.

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