22 julio, 2008

Pasko

Hace 80 años, el 24 de abril de 1924, llegó a Puerto Limón un hombre solo, profundamente solo, pobre, sin hablar español, ni saber dónde ir. Tenía a su haber solamente sus manos y coraje, su oficio de albañil -aprendido de su padre- y la ilusión de reencontrarse algún día con su hermano Niko, quien en 1910 se había marchado para San José de California.

Su pecho estaba marcado por guerras y desgarres personales, que lo forzaron a abandonar su árido y pobre Mrcevo, villorrio de apenas 32 casas. Había peleado en la Primera Guerra Mundial y, de regreso, se casó con su novia Mare Dupcic, pero la alegría duraría muy poco, pues al dar a luz murieron ella y su hija Kate. Y luego seguirían las intestinas, sórdidas e interminables guerras balcánicas, que no presagiaban futuro bueno alguno, por lo que decidió marcharse -en realidad, evadir el reclutamiento militar- rumbo a California, con un primo y un amigo.

La isla de Mljet, en el mar Adriático, les sirvió de refugio -por ser italiana entonces-, para después recalar en Italia, donde él y su amigo -el primo se había devuelto- se percataron de que no era posible obtener la visa para los EE.UU. Tras una prolongada estadía marcada por el hambre, que su oficio de albañil le permitió apenas paliar, tomó un barco con rumbo a Argentina -ya sin su amigo-, desde donde años después suponía que sería más sencillo adquirir la ansiada visa.

Pero su destino sería otro, y muy distinto. Como en dicho país no conocía a nadie y en el barco alguien le dijo que en Costa Rica sería fácil conseguir trabajo como albañil debido a que en marzo había habido un terremoto en el Valle Central, decidió bajarse en Limón, y empezar su nueva vida, ignorando entonces que nunca conseguiría su visa ni vería más a ninguno de sus parientes croatas. Asombrado, pues nunca imaginó que hubiera gente negra, días después tomó el tren rumbo a San José, donde entonces estaban remodelando el Club Unión.

Don Gerardo Rovira lo acogió ahí como obrero, mientras vivía en un pequeño cuarto en el Paso de la Vaca. Fue tal el esmero y calidad de su trabajo que, cuando a don Gerardo le dieron el contrato de construir la nueva iglesia de Naranjo -la anterior fue destruida por el terremoto citado-, le pidió acompañarlo. Esta se inauguró en abril de 1929, bajo la guía del padre español José del Olmo. Y, tras concretar tan bello logro, don Gerardo lo traería de vuelta a la capital, ya como maestro de obras, para edificar esa joya arquitectónica de estilo árabe que es el Castillo del Moro, en Barrio Amón. Pero para entonces ya estaba casado, lo que hizo en enero de ese año.

Hombre humilde, parco y más bien tímido, en Naranjo pronto se había ganado el cariño de los lugareños, y sobre todo de los que “monteaban”, como Ricardo Quirós. Era muy hábil con la escopeta, pues en su Mrcevo natal la carne de monte -conejos, zorras, codornices, palomas silvestres, etc.- era parte insustituible de la pobre dieta familiar.

En la casona ubicada frente a la esquina sureste de la iglesia vivía doña Ramona Rodríguez, viuda de don Ascensión Quirós. Ricardo lo invitó allí varias veces, donde le presentó a su hermana Carmen. Se enamoraron, y meses después Pasko le pidió matrimonio, pero él tenía 36 años y ella apenas 18, lo cual no era bien visto por su muy católica suegra, y peor tratándose de un extranjero y viudo. Desalentado por la reticencia de ella, recurrió al padre del Olmo, quien se las agenció para conseguir una carta de un obispo croata, quien despejó toda duda sobre el estado civil y la calidad moral de Pasko.

Esa carta, que conservamos en los archivos familiares con gran afecto, fue la llave que abrió la puerta a una prolongada y ejemplar relación familiar, basada en el respeto mutuo, el amor, el trabajo y la tolerancia, de la cual naceríamos once hijos. El menor, yo, nacería un día después de que Pasko cumplió 60 años.

Visionario y audaz ante la pobreza familiar y la necesidad de prepararnos profesionalmente, él decidió que nos vendríamos para la capital, donde laboró en innumerables construcciones. De atuendo caqui invariable, riguroso, severo y perfeccionista, nunca lo vi descansar. Eso sí, cada noche aplacaba su nostalgia de lejanías con su radio de onda corta, o se mostraba jubiloso cuando lo visitaba alguno de sus paisanos, entre quienes recuerdo con claridad a Daniel Radán, Antonio Banichevich -¡quien fue el primero en vender tacos mexicanos en Costa Rica, allá por el Mercado Borbón!- o Iván Lucovich; muchos años después, el croata Stipe Boskovich se casaría con mi hermana Kata. Artesano incansable, trabajaba incluso los fines de semana, haciendo íconos de ángeles o del Corazón de Jesús para tumbas, y así allegar dinero para la familia.

Salía cada madrugada, a veces a pie desde La Sabana hasta el centro de San José o hasta barrios al oeste de la capital, para cumplir con sus deberes laborales. Pero nunca protestó, quizás porque pensaba más en las necesidades de su familia que en él. Obrero de corazón, amaba el socialismo promovido por aquel obrero metalúrgico que fue Josep Broz (Tito), unificador de Yugoslavia, y guardaba con recelo en el fondo de su baúl -en medio de una familia muy liberacionista- un ejemplar del Código de Trabajo, con la foto del reformador social Dr. Calderón Guardia.

Ya mayor, dos accidentes de carretera lo habían debilitado y, además, una vez un andamio falló y papá cayó al suelo. Pero nada lo detuvo, hasta que un día ya no pudo ir a trabajar. Un cáncer le había tomado sus pulmones, quizás como consecuencia de su febril hábito de fumador, aunque lo había dejado de súbito, hacía varios años. Apesadumbrados, mi hermano Ivo y yo fuimos entonces al edificio donde hoy está Cafesa, a recoger aquella pesadísima valija de madera con sus herramientas predilectas, que lo acompañaba en todas sus construcciones.

Sabiendo que su muerte se acercaba, una tarde de domingo nos convocó a todos sus hijos y con gran temple nos habló, pidiéndonos cuidar siempre a mamá y honrar siempre su memoria mediante la honestidad, la solidaridad y el trabajo.

Entre una tos persistente y desesperante, dedicó sus últimas semanas a esculpir una pequeña placa de mármol para la tumba de nuestra abuela -muerta en abril-, quien siempre vivió con nosotros. Se entregó a esto con gratitud, porque fue un hombre de lealtades y afectos profundos. Y una tarde de noviembre de 1967, a los 75 años y rodeado por nosotros, con gran dificultad respiró por última vez y quedó exánime.

Hace tres años tuve la fortuna de visitar Mrcevo y, con el corazón estrujado por la nostalgia, palpar muchas de sus huellas. Sobre el dintel de la puerta de la pequeñísima iglesia observé una de ellas: una especie de roseta que data de 1913. Es una pequeña joya que revela su habilidad de artesano, esa misma que le permitió sacar adelante a su familia aquí y legar a su nuevo país una descendencia que ha sabido ser consecuente y fiel a sus principios, ideales y sueños.

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