22 julio, 2008

Atardecer en Campeche

Cae la tarde. Se parte en dos el cielo marino: abajo los celajes, más bien tímidos, y arriba el intenso azul, iluminado por una impecable luna en cacho. Sucede aquí en Campeche, este bello recodo de la península de Yucatán bañado por el mar Caribe.

Ciudad anfibia, le quitaron una gran área al mar y entonces desplazaron todo. Antaño víctima de piratas codiciosos, alentados por la fácil aventura de robar lo ya acumulado (y quizás por el adagio de que "ladrón que roba a ladrón..."), debió de ser rodeada con una gruesa y sólida muralla, con tan solo una puerta de entrada y otra de salida. La Puerta de Mar, arco imponente y solitario hoy, es tan solo la reliquia del dintel que atestiguó el flujo de injusticias con los indígenas y el trasiego de sus riquezas hacia España, y funciona como hito entre la ciudad colonial y la sección surgida sobre el mar.

La zona colonial es cálida y hermosa, con angostas calles de empedrado reluciente y faroles en vez de postes. Recorrerla en el silencio de la noche es como transportarse en el tiempo, recuperando ecos pretéritos de sus paredes añosas, que son altas y de vivos colores, proyectadas en sus balcones de hierro, y rematadas por techos planos. Evoca uno a parientes cercanas, ya sea junto al mar, como en Cartagena, La Habana Vieja o Bahía, o encumbradas, como en Antigua Guatemala.

El segmento de la ciudad nueva, montada sobre la somera plataforma continental, es un amplio corredor hecho para que el viento juegue libre. Ahí está el largo malecón, que domeñó las aguas, ahora extensamente mansas, malecón del fresco atardecer de este viernes de abril, que recorro con una ingravidez placentera.

Sus poyos, bien espaciados, están repletos, casi todos con parejas atareadas en amores, como si el mundo se acabara esta noche. En uno por ahí hay un hombre absorto que rasga lentamente su guitarra, haciéndola gemir. En otro, una madre plena amamanta a su niño. En otro más, un tipo melancólico, víctima de algún naufragio en seco, se aferra a un poemario y una cerveza. Más allá, dos nobles viejos apaciguan nostalgias, sentados en gustosas poltronas traídas de su casa.

Poyos, poyos, poyos, como vitrinas donde se muestra el mundo, desaprensivo y grato, confiando en el mañana. ¡Qué lindo ver la vida discurriendo espontánea! ¡Qué alegría de vivir!

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