22 julio, 2008

La bandera que nunca ondeó

Cuando pude adquirir una inmensa bandera de Croacia, mi segunda patria, ya era tarde para usarla en las celebraciones del inesperado éxito de su selección nacional de fútbol en el campeonato mundial de Francia 1998, cuando ocupó el tercer lugar, tras vencer a las favoritas Alemania y Holanda, y logró que Davor Suker fuera el goleador del torneo. Pero lo cierto es que después me ha servido mucho, para celebrar el triunfo contra Italia en Corea-Japón 2002, otra vez contra Italia cuando recién se había coronado campeona en Alemania 2006 y, contra Inglaterra -doblegada en el propio estadio Wembley- para la Eurocopa 2007-2008. Y como, por su reconocida calidad, de seguro dicha selección me deparará muchas más satisfacciones, sé que ese emblema estará conmigo en nuevas y gratas ocasiones.

Menciono esto a propósito de una bandera afín, la de la antigua Yugoslavia -confederación a la cual Croacia perteneció hasta 1991, cuando logró su independencia-, que es muy parecida a la croata, pero con dos diferencias. Las tres franjas están invertidas en su secuencia horizontal (de hecho, si uno colocara la de Yugoslavia arriba y la de Croacia abajo, obtendría el diseño de la de Costa Rica) y, en vez del complejo escudo croata, que es rojiblanco cuadriculado, en el centro tenía una estrella roja; éste era el símbolo de los partisanos o guerrilleros que, en la Segunda Guerra Mundial y bajo el liderazgo del obrero Josep Broz (Tito), derrotaron al fascismo y fundaron un inédito Estado socialista.

Pues... un ejemplar de esa bandera yugoslava, y bastante grande, tuvo una historia curiosa y hasta simpática aquí en Costa Rica, surgida en el contexto de la Guerra Civil de 1948.

Enfrentadas durante 40 días -del 12 de marzo al 20 de abril- las fuerzas insurgentes comandadas por José Figueres y las de la alianza entre el gobierno calderonista (mariachi) y el Partido Comunista, la guerra se libró en varios puntos geográficos del país. En Alajuela, ya el propio día en que rompieron los fuegos, por la noche había ocurrido un enfrentamiento en San Ramón, con pérdida de vidas, como la del naranjeño Federico Arce. Por cierto, ahí, el comandante de los rebeldes del llamado Frente Norte era Francisco Orlich Bolmarcich -futuro presidente de la República-, curiosamente de ancestros croatas; además, amigo de mi padre, y casado con Marita Camacho Quirós, prima hermana nuestra.

Pues, en esos aciagos y amargos días, en Naranjo, mi pueblo natal, la situación estaba muy caldeada, con gran polarización y división aún entre cercanos amigos y hasta parientes, que incluso cortaron toda relación por el resto de sus vidas, lamentablemente. Aunque yo no había nacido entonces, mis hermanos cuentan que, si bien en mi familia eso no ocurrió, sí había posiciones encontradas y hasta irreductibles entre algunos primos de mi madre. Un hecho que marcó crudamente esos días fue el asesinato de Alcides Acuña, a quien los alzados en armas buscaron en su casa y mataron a quemarropa.

Al estallar el conflicto, los nueve hermanos míos nacidos hasta entonces -con 18 años el mayor y apenas dos el menor- estaban a salvo, disfrutando sus vacaciones junto con mi madre y mi abuela, en la finca de mi tío Ricardo -plenamente identificado con la causa figuerista-, en La Fortuna de San Carlos. Mi padre Pasko había permanecido en Naranjo, en sus labores de albañil, pero avanzado abril su tranquilidad fue bruscamente perturbada, cuando de manera confidencial le informaron que -ante el inminente triunfo de los insurgentes- habría una invasión desde Nicaragua -respaldada por Anastasio Somoza-, y que San Carlos se convertiría en escenario de cruentas batallas, inevitablemente.

Entonces, temeroso de lo que pudiera suceder a su familia, se las agenció para llegar hasta La Fortuna y traerlos a Naranjo. Sería su buen amigo naranjeño Juan Mercedes Matamoros -que tenía fincas en San Carlos- quien permitiría que todos viajaran en un camión suyo, escoltado por sus empleados, en medio de abundantes sacos de azúcar. La travesía sería sumamente penosa y tensa, pues temían que, siendo Matamoros un reconocido calderonista -y portando armas sus empleados-, el camión pudiera ser emboscado en algún paraje de ese tortuoso camino que comunica San Carlos con Naranjo. De hecho, días antes, al llegar a Villa Quesada, tuvieron que dormir en una casa en las afueras de dicha ciudad, pues el toque de queda impedía circular al anochecer.

Por fortuna, todo transcurriría sin mayores problemas, excepto que al llegar a la casa, en la sala había varias pertenencias valiosas sustraídas de la casa de don Enrique Vega, apreciado vecino y reconocido figuerista. Muy irritado, mi padre increpó a quien le había confiado el cuido de la casa, en su ausencia, quien era un policía de filiación calderonista. El tipo justificó su actitud en las pugnas políticas y militares inherentes a la guerra civil, pero mi padre le hizo devolver de inmediato todo lo robado.

En los días subsiguientes nuestra casa fue cateada por gente armada, causando reacciones de malestar y hasta de histeria en algunos miembros de la familia. Desesperado ante tan enojosa y peligrosa situación, mi padre -teniendo parientes y amigos en ambos bandos- quiso mostrar de manera pública que nuestra familia no estaba involucrada en los hechos bélicos. Pero no sabía cómo hacerlo.

Y fue entonces cuando se le ocurrió proteger nuestra casa colocando en el techo la bandera de su patria, Yugoslavia. Así que, ¡manos a la obra! Pronto dibujó la bandera, mandó a comprar tela azul, blanca y roja, y pidió a mi madre que cortara las franjas, las cosiera y les pegara en medio la gran estrella roja.

Estaba alborozado con su bandera -curiosamente, con tantos cambios políticos y geográficos ocurridos en la región de los Balcanes, ese diseño había sido establecido tras el triunfo pocos años antes, tras derrotar al fascismo-, y ya la imaginaba desplegada en su imaginado territorio neutral -¡especie de ínsula yugoslava en medio de la provincia de Alajuela!-, cuando las advertencias y burlas de la familia lo hicieron aterrizar en la realidad. Porque, de veras, ¿quién, mariachi, nica o insurgente, sabría de dónde diablos era esa bandera y lo que él quería expresar enarbolándola en el techo de la casa?

Afortunadamente, el fin de la conflagración estaba cerca, y pronto las fuerzas figueristas celebrarían su triunfo en Naranjo. Desconozco lo que hizo papá en ese momento. Supongo que -hombre que, a pesar de su talante pacifista, había tenido que pelear, así como palpar tan pero tan cerca la muerte, durante la Primera Guerra Mundial- recogió discretamente y plegó su bandera, sabiéndose feliz de ver intacta su amada familia. Y, en silencio, quizás su corazón sintió un recóndito escalofrío -como obrero consecuente-, pues simpatizaba con las reformas sociales impulsadas por el Dr. Rafael Angel Calderón Guardia y sus aliados-, al temer que tan importantes avances se malograran con la victoria figuerista.

Pero, contra todos los pronósticos, don Pepe Figueres respetaría y hasta ensancharía y profundizaría esas reformas sociales, gracias a lo cual las acciones concretas y vigorosas de ese innovador Estado benefactor permitirían que sus once hijos pudiéramos estudiar, convertirnos en profesionales casi todos, y lograr niveles de bienestar familiar difícilmente imaginables antes.

Y, así, en aquel gran baúl de cedro en el que papá guardaba sus cosas más preciadas, como testigos y testimonio de tan convulsa época en la historia patria, permanecerían por muchos años y hasta que el moho, los insectos y el tiempo lo permitieron, un ejemplar del Código de Trabajo y la querida bandera que nunca ondeó bajo el impecablemente azul cielo naranjeño.

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