22 julio, 2008

Un misterioso libro sobre el café

Para quienes laboramos en el campo agrícola y forestal, la cuestión de la transferencia y adopción de nuevas tecnologías por parte de los productores es de importancia cardinal. Es decir, si los hallazgos de la investigación científica no se traducen en tecnologías suficientemente útiles, funcionales, rentables y atractivas para ellos -para que sean adoptables-, de poco valen.

En tal sentido, desde hace un tiempo me había preguntado cómo fue que Costa Rica se convirtió en un pionero y dinámico país en la producción y exportación de café desde muy temprano en nuestra historia republicana, especialmente desde el decenio de 1830. Es decir, ¿de dónde y cómo se tomó la información necesaria para acometer el ingente desafío de abocarse a la labor de cultivar un arbusto casi desconocido, que ni siquiera es de origen americano? Y, más aún, ¿cómo se transfirieron las tecnologías correctas a los agricultores?

Pero, como mi trabajo de entomólogo se circunscribe a las plagas forestales y de hortalizas, lo cierto es que había dejado la interrogante a un lado, esperando sin prisa hallar respuestas algún día. No obstante, mi reciente incursión en el manejo de algunas plagas del café, como la broca y las zompopas, me ha conducido a acopiar información histórica sobre dicho cultivo.

Por afortunada coincidencia, mientras buscaba sobre otros temas en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, hace pocas semanas hallé una serie de extensos escritos sobre el café -anónimos, pero al parecer de origen venezolano- en varios ejemplares de la Gaceta Oficial de 1873, los cuales abarcan numerosos temas sobre dicho cultivo. Y, estando en esas, un día me puse a ojear los tres tomos de la obra literaria de don Luis Dobles Segreda -compilada por el célebre historiador don Carlos Meléndez-, que recién había adquirido. De chiripa, la mano me llevó a un artículo titulado “El primer libro sobre el café”, alusivo a la primera obra impresa en Costa Rica sobre dicho cultivo.

Quedé gratamente impresionado con su contenido, por cuanto su autor se refiere a un breve libro presente en la biblioteca de su padre, el cual casi nadie tenía, y que él califica como el “oráculo” y el “mejor propagandista de estas siembras incipientes y dudosas” en los albores de nuestra caficultura. Escrito por el francés A.B.C. Dumont e intitulado “Consideraciones sobre el cultivo del café en esta isla”, fue publicado por la Imprenta Fraternal de La Habana, en 1822. Pero, dada su utilidad en nuestro país, posiblemente por interés del gobierno fue reeditado localmente en 1835, en la Imprenta de la Paz; esta, fundada en 1830, fue la primera que hubo en el país, propiedad de don Miguel Carranza, el padre de don Bruno, quien fuera presidente después.

Dado su gran valor histórico, me di a la tarea de conseguirlo, pensando que sería una tarea sencilla. Como lo vi citado en los trabajos de sendos historiadores, recurrí a ellos pero, curiosamente, nunca lo habían tenido en sus manos. Consulté con otros historiadores, así como con prestigiosos agrónomos que conocen de café, pero ignoraban del todo su existencia. Contacté a los descendientes de don Luis, y no pudieron ubicar el librito en la que fuera la biblioteca de su ilustre ancestro. Consulté en las principales bibliotecas especializadas, tanto en el país como en La Habana, también de manera infructuosa. Irónicamente, Francisco Pérez de la Riva, que en 1944 publicara “El café. Historia de su cultivo y explotación en Cuba”, cita el libro, pero indica no haberlo visto nunca. ¡Misterio de misterios!

Sin embargo, tras varias semanas de intentos vanos, y ya casi a punto de rendirme, la luz vendría, y por partida doble. Había consultado a mi colega Jaime García -tenaz buscador de textos-, quien lo desconocía pero se comprometió a ayudarme, cuando decidí llamar a ese noble erudito que es el Dr. Jorge León, invaluable fuente de información botánica e histórica. Me explicó que, por alguna curiosa razón, el ejemplar de don Luis era el único conocido en el país y que, tras su muerte, por la mezquindad y chatura típicas de nuestro medio -estas son palabras mías-, gran parte de sus libros fueron adquiridos por la prestigiosa Biblioteca del Congreso de los EE.UU.

Es decir, allá debería estar el misterioso libro. Por tanto, los contacté de inmediato y, con la gentileza y eficiencia propias de estas entidades, en pocas horas tenía confirmada su presencia en sus anaqueles, e incluso me enviaron su signatura. ¡Qué maravilla! Ahora todo será asunto de encargar las respectivas fotocopias o, mejor aún, una versión en PDF, para poder circularlo.

Pero, de manera casi simultánea, Jaime me comunicaba y enviaba por internet una versión facsimilar del librito de Dumont -de apenas 37 páginas-, incluida junto con otros seis artículos en el libro “Documentos históricos; edición en ocasión del 50 aniversario”, publicado en 1990 por la Academia de Geografía e Historia de Costa Rica. ¡De tan cerca que estaba, nadie lo había visto!

Dicha edición contiene una valiosa introducción de don Carlos Meléndez -curiosamente, yo había consultado su biblioteca también-, en la que confirma que el ejemplar de don Luis está en la Biblioteca del Congreso, y que fue a partir de fotocopias obtenidas por él allá que se pudo editar la versión facsimilar.

Él señala que allá también está el libro original, que data del 8 de febrero de 1823, y no de 1833, como se consigna en la portada de la edición local. Pensé que esta incongruencia obedecía a un lapsus digitus del linotipista, pero el supuesto yerro aparece dos veces. Don Carlos hipotetiza que este cambio de fecha se hizo adrede, para que la información no pareciera tan vieja. Curioso, pues en aquella época la experimentación agrícola era muy lenta, a diferencia del vertiginoso ritmo de generación de información científica y tecnológica de hoy, cuando un decenio de retraso en la calidad de dicha información sí pesaría mucho. Pero, en fin..., así lo hicieron.

En todo caso, lo importante es el destacado papel que dicho librito -o, más bien, folleto- debe haber jugado en nuestra incipiente producción cafetalera, ayuna de información entonces.

En una linda introducción, rebosante de calidez humana y humildad, ese ex-oficial del ejército francés y experimentador agrícola que fue don Alejandro Dumont -quien llegara a Cuba en 1804 y muriera en Matanzas en 1837-, indica que escribió sus consejos de manera sencilla, en un lenguaje apto para todo agricultor (“hasta los más rudos e inexpertos zagales”); por cierto, ahí él habla de publicar sendos libros sobre el algodón y el añil -dependiendo del éxito con el del café-, pero más bien lo hizo sobre caña de azúcar, en 1832, y se dice que trabajó en piña, también.

Entre sus apreciaciones, me gustó mucho su aserto de que “jamás he aspirado a otra gloria que a la de ser útil”. Pero, si como asevera don Luis Dobles, ese librito fue tan determinante para alcanzar el auge económico que nuestro país logró en aquellos años, convirtiéndose de hecho en una especie de “biblia” cafetalera, no hay duda de que Dumont -aún sin saberlo- logró alcanzar la gloria.

Y, si nadie se lo dijo entonces, hoy que redescubrimos sus meritorios aportes, como costarricenses le testimoniamos nuestra profunda gratitud y honramos así su noble memoria.

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