22 julio, 2008

Dolor por Chile

¡Cuántas y tan hermosas cosas nos unen con Chile! Aún conservo el triste recuerdo infantil de allá por 1960, de un terremoto devastador en Valdivia, el cual -supongo que por nuestras afinidades históricas y culturales- tanto nos estremeciera aquí. Un amigo de uno de mis hermanos incluso trazó entonces en un pequeño lienzo una pintura elocuente de la devastación, que me obsequió, y que guardé como un preciado regalo. Tiempo después, declamaríamos a coro en la escuela el soneto épico de Rubén Darío sobre el colosal cacique araucano Caupolicán y, ya en nuestra adolescencia, nos conmoverían hasta lo profundo las irrepetibles voces de Gabriela Mistral y Pablo Neruda a quien, por cierto, dediqué un artículo en estas páginas recientemente.

De estudiantes universitarios, tuvimos conciencia de que nuestra Alma Mater, la Universidad de Costa Rica fue, en esencia, obra de innovadores pedagogos chilenos de la talla de don Luis Galdames, Arturo Piga y Oscar Bustos. Asimismo, conocimos que nuestra educación secundaria y universitaria se nutrió de los aportes de los célebres “chilenoides”, como don Joaquín García Monge (quien, por cierto, sugirió el seudónimo de Carmen Lyra a nuestra querida escritora, basado en los nombres de las calles Carmen y Lira, por las cuales circulaba el tranvía 7, que él tomaba a diario, en Santiago), Roberto Brenes Mesén, José María Orozco Casorla, Isaac Felipe Azofeifa y Carlos Monge Alfaro (rector por varios períodos). Bebimos de Chile también a través de amigos que cursaron allá sus estudios de postgrado en prestigiosas universidades; de aquel hondo “Te acordás hermano”, más un par de sabrosas conversaciones con don Joaquín Gutiérrez y doña Elena Nascimento; y de las canciones folclóricas o contestatarias de Los Cuatro Hermanos Silva, Pedro Messone, Violeta Parra, Tito Fernández, Víctor Jara, Inti Illimani y Quilapayún.

Como profesores universitarios, en congruencia con la solidaridad consecuente de ese proverbial enemigo de militares y tiranías que fue don Pepe Figueres (quien nos repatriara a don Joaquín, librándolo de las garras fascistas ávidas de sangre), nos correspondió acoger y defender a varias decenas de colegas víctimas de la barbarie y la diáspora derivadas del golpe de Estado a Salvador Allende, algunos de ellos realmente excelentes. Y nomás empezando a trabajar en aquella UNA fundada en el propio 1973, me topé con uno de ellos, Juan Bertoglia, con quien desarrollamos tal amistad que años después me confiaría ser el padrino de Jorge Ennio, su hijo tico. Allí dimos luchas frontales para defender a los profesionales realmente valiosos, cuando la xenofobia y el conservadurismo, despiadados, clamaban por despidos masivos de gente sin patria ni sustento.

Esta vez, la noche del martes 27, y justamente en el momento en que leía un artículo sobre los científicos agrícolas pioneros en América Latina en el cual se destacaba al Dr. Manuel Elgueta, chileno y primer Director del CATIE, en Turrialba -donde laboro-, mi esposa me alertó sobre lo que la televisión informaba de la tragedia en la Embajada de Chile. No solo me parecía inverosímil, sino que me petrifiqué cuando anunciaron la muerte de Roberto Nieto, Rocío Sariego y Christián Yuseff, a quienes había conocido hacía apenas dos semanas.

En efecto, el 12 de julio, tras enterarme la víspera de que para el acto conmemorativo de Pablo Neruda en el Teatro Nacional se requería una invitación y en la UNA ya no tenían, me remitieron a la Embajada, donde resolví todo en pocos minutos. Hablé por teléfono con Nieto, Rocío me atendió allá, y Yuseff me entregó las entradas, muy gentiles todos. Antes, desde la casetilla de vigilancia, me había recibido con gran cortesía un policía que -supongo- era don Orlando Jiménez, quien habría de causar la masacre, terminando con la vida de todos. ¡Quién lo habría de imaginar!

Esta tarde visité la Embajada, para expresar en un cuaderno mi solidaridad con las familias de estas personas, así como con sus paisanos. Aún incrédulo, recorrí con la mirada mis pasos de aquel día. Y tan solo puedo decir que, con el corazón estrujado por el dolor, vi con otros ojos, muy otros, el afiche de Neruda ahí en la fachada del edificio, testigo mudo de una tragedia tan demencialmente absurda.

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