22 julio, 2008

Un solo corazón, un solo llanto

Estupefactos. Así hemos quedado. Sin ánimo ni palabras para asimilar o expresar el dolor por la tragedia del hospital Calderón Guardia, convertido en gigantesca y grotesca antorcha en la oscuridad de la madrugada. Fuego alevoso, que calcinó a quienes dormían o laboraban -verdaderos ángeles terrenales que son las enfermeras-, luchando todos de cara a la vida. Víctimas que quizás ni siquiera tuvieron tiempo de percatarse de que esa implacable avalancha de fuego arrasaba sus vidas y sus sueños, llevando hasta el dolor más hondo y crudo a sus familiares y amigos.

Pero también víctimas de desalmados políticos y empresarios corruptos que han traficado con la salud y el dolor de este pueblo, derrochando en suntuosos lujos y banalidades el urgente dinero para la salud colectiva, así como de burócratas negligentes e ineficientes en sus labores de garantizar plena seguridad en los hospitales.

Y, entre esas víctimas, Alfonso Pérez Alvarado, muchacho noble y gentil, excelente basquetbolista, hijo y amigo extraordinario, a quien hoy hemos enterrado allá en su natal Turrialba. Hijo de Alfonso y Xinia, queridos amigos, y nieto del también amigo Johnny Pérez Bielly, aquel taxista insólito convertido en escritor, fallecido el año pasado.

Hace apenas tres semanas, cuando me contaron de su tumor en la cabeza, no lo podía creer, quizás porque me resultaba imposible imaginarlo enfermo, por su vitalidad y su condición atlética. Estreché su mano por última vez hace pocos meses, uniformado y entrando a la cancha del Gimnasio Nacional una noche, mientras yo buscaba a sus padres y a mi hija Darinka, quien regresaba al Valle Central tras una estadía en casa de ellos, compartiendo con Mónica, su mejor amiga. ¡Nunca podré olvidar su sonrisa de esa noche, espontánea y cálida, previa al deleite y pasión que sentía por jugar al basquetbol!

Eso nos dijo también de su sonrisa su valiente padre al recibir ayer el cuerpo inerte -ya sin la grácil elasticidad, ni la pícara destreza bajo el tablero-, y colocó de inmediato su fotografía sobre el féretro, para que siempre lo pensáramos sonriente. Y así lo evocaron ayer los centenares de personas que peregrinaron hasta su hogar malherido y quienes hablaron esta mañana en esa iglesia repleta de gente y desbordada de calor solidario y copioso llanto, incluyendo a sus compañeros del Liceo Experimental Bilingüe y de la Selección Nacional juvenil quienes, uniformados, se alinearon para escoltar su ataúd.

Cuando, entre aquella inmensa multitud, sin importar la muy extensa y empinada pendiente que conduce hasta el cementerio local, se prescindió del carro funerario y se portó el ataúd sobre los hombros de quienes tanto lo amaron, evoqué un verso del venezolano Andrés Eloy Blanco (“en hombros te llevaba el pueblo herido, / la múltiple cabeza descubierta”). Pero entendí entonces que, de tanto y tan sincero afecto hacia él, más que cabezas eran corazones también descubiertos, vibrando de dolor y solidaridad, hermanados en un solo corazón y un solo llanto por este muchacho único, a la vez que por una familia ejemplar y de fuerte raíz solidaria, hoy desgarrada hasta lo más profundo.

Hace poco más de un año, cuando los cuatro de la familia nos visitaran en nuestra nueva casa en Heredia, comenté a Alfonso padre que quería sembrar un roble corteza amarillo en mi jardín, junto con otros árboles, y él -solícito y servicial, como es- de inmediato ofreció conseguirme uno. Hoy está ahí, pequeño, pero pujante y hermoso. Sé que enfrentará rigores, pero sobrevivirá, y tengo la fuerte intuición de que su primera flor de amarillo intenso emergerá precozmente. Sí, intensa, como asumió Alfonso su fugaz travesía vital, irradiando y contagiando alegría y bondad.

Y ese venturoso día sonreiré en silencio, para responder en cómplice reciprocidad a su invariable y grata sonrisa, con la certeza de que en nuestro jardín ella iluminará las profusas floraciones amarillas en todos los veranos.

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