22 julio, 2008

Aquel barrio que fue

Nacido en Naranjo de Alajuela, con apenas siete años llegué a residir a Calle Morenos, en Sabana Sur, tras haberlo hecho antes en Barrio Bolívar. Cambio notorio pero grato, al mudarnos desde el hacinado sur de la capital hacia la zona suburbana de La Sabana que, relativamente deshabitada en su derredor, aún tenía mucho de pueblerina. Predominaban extensos cafetales, como los de los Fernández, Ramírez, Vargas y Perlaza, con ardillas a granel, que algunos cazaban para mascotas. Y, tan rural entonces, que guardo vívida en mi memoria la imagen del tropel de vacas de ordeño que cada tarde Coqui Perlaza traía de un potrero, desde el bajo que remata en el río María Aguilar; ahí, en medio de incontables inmundicias, solíamos pescar olominas con nuestros pascones, para surtir nuestras peceras hechizas: apenas un frasco confitero, arena, piedras y alguna matita acuática.

Por cierto, en la vereda del río estaba la casita de “Mechas” (calvo, irónicamente), viejo y huraño zapatero remendón. Aún retengo en mi mente los fuertes olores del pegamento y de las suelas de “neolai” -que reemplazaron a las de cuero- machacadas en la desgastada “pata” metálica y trabajadas con destreza con la navaja y la lezna. Y también las paredes con fotos de mujeres desnudas, entremezcladas con la del reformador Calderón Guardia -y quizás del líder comunista Manuel Mora-, pues ambas eran infaltables en las zapaterías, ya que este gremio tuvo una muy activa participación en los movimientos sociales de los años 40, que marcarían para siempre la historia patria. “Mechas” era quien nos sacaba de apuros, tras tanto romper zapatos por andar pateando piedras dondequiera.

Porque nuestra infancia fue absolutamente futbolera. Y, ¡cómo no! ¡Si teníamos al lado aquella Sabana, tan vasta como el ancho mar! No fue sino cuando pude ir a conocer el mar, en el tren que a punta de agudos pitazos nos remarcaba las horas, que me percaté de que había algo más ilimitado que esa alfombra de reluciente verde, cundida de blancos marcos para jugar al fútbol, infinita en la retina y el corazón de nuestros impolutos sueños futboleros. Solo la noche tenía el poder de cortar las interminables mejengas, aunque más de una vez las interrumpimos para perseguir con nuestros chilillos de olivo a las mariposas colipatos que colmaban los cielos, en algún agosto venturoso.

La esquina de La Floresta, pulpería y cantina de los hermanos Perlaza, era como el gozne entre La Sabana y nuestro barrio. Parada de autobuses, con el único teléfono público de aquellos antiguos, y también de farra y peleas en los campeonatos que se disputaban al frente los sábados y domingos, donde convergía gente de toda la capital. Para nosotros, también especie de atalaya futbolera, pues ahí nos reuníamos los miércoles por la noche y los domingos al mediodía para ver cómo pintaba el partido de fútbol de turno y, dependiendo de su emoción y tensión, irnos a “segundear” -verbo nacido en nuestro barrio-, pues en el segundo tiempo abrían las puertas del Estadio Nacional.

Pero, puesto que La Floresta era más cantina que pulpería, para nuestras sabrosas tertulias nocturnas más bien preferíamos irnos a La Victoria, de Chalo Rodríguez, en la propia Calle Morenos, donde concurría y departía mucha gente de tan variopinto barrio, desde profesionales hasta legítimos campesinos, así como una catizumba de mocosos que años después, ya como estudiantes universitarios, mantuvimos fidelidad absoluta a ese enriquecedor ritual colectivo, en el que se abordaba cualquier tema. Nunca olvidaré la vez que Chico Mena, aquel viejito enjuto y curtido de palear en los cafetales, así como de manos callosas y teñidas de nicotina, tras comentar que le molestaba algo dentro del cuerpo, en una especie de revelación, dijo: “Hombré… yo he estado pensando que uno tiene algo por dentro. Algo debe haber ahí. No creo que el cuerpo esté vacío”.

Sí, porque como en aquel “Cafetín de Buenos Aires”, del cual Discépolo rememorara que “en tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas, yo aprendí filosofía, dados, timba y la poesía cruel de no pensar más en mí”, en torno a La Floresta y La Victoria nos metamorfoseamos de niños a adolescentes y a adultos casi sin percatarnos, excepto cuando el batir del corazón nos anunció que había brotado en nosotros el amor por alguna de las bellas muchachas del vecindario.

Y ahí se forjaría también el sentido de comunidad y de la amistad genuina, reforzados en las reñidas pero amistosas mejengas; en el apoyo a nuestros tres equipos (Turcios, Morenos y Reims), que nos permitiera viajar a muchos puntos del país y culminar cada convivio en el salón de baile local; en los disputados juegos de trompos, bolinchas, puros, papalotes, escondido y rayuela; en las animadas conversaciones alrededor de las portaviandas en que nos llegaba el almuerzo, durante las cogidas de café; en los viajes matutinos a la Escuela, sentados sobre las cajas con botellas de vino en el camión repartidor de la fábrica Ramírez y Vargas; en los turnos y reinados de belleza (¡una de cuyas reinas sería mi primera novia!) organizados por la iglesia, regentada por muy queridos padres mexicanos.

Dejé mi barrio hace muchos años, pero en una visita reciente a mis hermanos me percaté de que, tras más de 70 años de ser un indiscutible hito geográfico y afectivo, La Floresta fue derruida, como antes lo fuera La Victoria y también numerosas casas añoradas, para dar paso a los grandes edificios comerciales que tanto han proliferado en esa zona. Entonces, presa de la nostalgia y estremecido el corazón, sentí húmedas las mejillas y casi inconscientemente tararee, con cadencia de tango: “Viejo barrio, perdoná si al evocarte se me vierte un lagrimón, que al rodar en tu empedrao es un beso prolongao que te da mi corazón”.

No hay comentarios: