22 julio, 2008

En octubre, Montero Vega

“En un monte alto, como mi corazón, / nació Naranjo, / y allí se estableció la paz, / y el viento hizo su albergue tibio y silencioso. / Después descendió mi pueblo hacia los valles / y los ríos forjaron el carácter del hombre. / Y todos fuimos niños, / tomamos las cosas del fondo de los ríos, / subimos a los árboles / y encontramos las estrellas florecidas. / Corrimos por los campos / como si fuéramos detrás de la alegría”. Palabras fundacionales, de vida rural y niñez, de mi coterráneo Arturo Montero Vega, quien llegara en setiembre de 1924 y partiera en octubre de 2002, con casi 80 años de edad y más de 50 de escribir poesía.

Aunque, en verdad, soy coterráneo a medias pues, teniendo apenas cuatro años de edad, por razones familiares nos mudamos a la capital. Y ese destete -debo reconocerlo hoy- aún lastima mi alma. Lo dije en un poema escrito un verano: “No me dejaron beber tu savia / hasta la médula, / pues me arrancaron de ti / los sueños metropolitanos / y la necesidad del libro y la herramienta. / Pero a sorbos, / a intermitentes regresos, / he ubicado / la esencia / de mi sangre”. Sí, apenas a sorbos, en las vacaciones, entre ardientes soles, suculentas frutas y las infaltables bandadas de chucuyos que acudían bulliciosos a su inmemorial ritual sobre las altas palmeras del parque.

Pero, aún distantes, en la casa josefina siempre nos habitó Naranjo, sobre todo porque Eugen, mi hermano mayor, se quedó residiendo allá. Y así con frecuencia supimos de las familias amigas, como los Alpízar, Arias, Arroyo, Carballo, Corrales, Gutiérrez, Montero, Padilla, Ramírez, Ruiz, Salazar y otras, entre las cuales destacaron los Montero, vecinos inmediatos de geografía y alma. Y, por eso, mítico y querido, pervivió entre nosotros la imagen cálida y patriarcal de don Félix Arcadio Montero, de quien de niño -impactado por tan cruda imagen-, siempre escuché decir que lo habían envenenado cuando regresaba del exilio y que su cuerpo fue lanzado al mar.

Herediano de nacimiento -por lo que hoy la principal escuela y una calle de Santo Domingo portan su nombre-, al igual que su esposa Rosa Segura Fonseca, este notable abogado y ciudadano tuvo fincas en Naranjo. Fue el último rector de la Universidad de Santo Tomás, clausurada en 1884, a pesar de sus luchas por evitarlo, así como el fundador del Partido Independiente Demócrata, que ocuparía el segundo lugar en las elecciones de 1894, las cuales permitirían la instauración de la tiranía de Rafael Iglesias, por ocho años. Pero no fue una tureca ni un partidito de pasarraya, sino el primer partido progresista y radical, de fuerte y profunda raigambre popular, campesina y obrera, en el cual por cierto militara el siempre indomable José María (Billo) Zeledón, autor de la letra de nuestro Himno Nacional.

Y, por su beligerancia, Montero tendría que pagar un alto precio personal y familiar. Cuentan los historiadores que Iglesias fraguó un auto-atentado, del cual lo inculpó, por lo que lo persiguieron. Entonces, amigo leal y cabal, mi abuelo Ascensión Quirós construyó un escondite en su casa -el cual conocí de niño, y sería utilizado por otros durante los conflictos de 1917 y 1948-, que no pudo utilizar, pues lo capturaron antes, en Naranjo. Viles, lo encerrarían por 14 meses en una jaula diseñada para criminales mientras se esperaba el proceso judicial, tras lo cual, declarado culpable, fue desterrado a Barcelona. Permaneció allá varios años y, a su regreso en 1897, moriría en el barco al ingerir un plato idéntico al de otros pasajeros, a quienes curiosamente nada sucedió.

Su nieto Arturo, muchos años después lo evocaría así: “Mi abuelo está en el mar. / Iglesias quiso / que su cuerpo muriera entre las algas. / Mi abuelo es marino desde entonces, / y toca puerto / cada vez que la Patria lo llama. / Mi abuelo está vivo. / Mi abuelo es marino, Iglesias lo sabe”.

Viuda, doña Rosa se establecería en Naranjo -donde años después se casaría con Yanuario Arroyo- con sus hijos, quienes se casarían allí. Uno de ellos, Aristides, quien fue abogado, se casó con Julia Rodríguez -hermana de mi abuela Ramona-, con quien tuvo cuatro hijos, pero ella moriría a los 30 años. Entonces se casó con Eraida Vega, con quien procreó ocho hijos, entre ellos los también abogados Alvaro y Arturo quienes -inspirados en las luchas por la justicia social emprendidas por su venerado abuelo- serían fervientes militantes comunistas por toda la vida.

Tuve la fortuna, en una de esas visitas veraniegas, de conocer y hablar con Arturo, cercano amigo y colega de mi hermano Ricardo, así como de Eugen, con quien compartía largas partidas de ajedrez. De leve complexión, grandes ojos verdes y pelo ensortijado, era un hombre noble y bondadoso y de carácter más bien retraído, de quien costaría decir que hubiera escrito poesía tan poderosa, alguna de ella nacida en su exilio de Venezuela y México, tras la persecución sufrida por los comunistas tras la guerra civil de 1948. Me conmueve, además de la omnipresencia del amado abuelo en sus poemas, la elegía para la entrañable escritora Carmen Lyra -muerta en México-, que él leyera en su funeral y culminara diciendo: “Aquí estamos nosotros para guardar tu nombre, / tu mejor nombre, / tu nombre de guerra: / María Isabel Carvajal, / camarada de Manuel, / y amiga mía / compañera de todos los obreros / y víctima a largo plazo de la tiranía”.

Por años, disfruté de su poesía gracias a Ricardo, quien conserva siete de sus doce poemarios, y recientemente pude conseguir “Patria y poesía”, publicado en forma póstuma por la UNED hace dos años. Y siempre me quedaron ganas de conocer todos sus poemas.

Fue por ello que en octubre de hace tres años, me sorprendió en forma grata un artículo del ilustre abogado Walter Antillón Montealegre en el Semanario Universidad, anunciando, entre otras cosas, la búsqueda de suscriptores de honor para publicar las obras completas de Arturo. Sin conocerlo más que de nombre, lo llamé a su casa en Naranjo -donde reside ahora-, lo cual nos llevaría tiempo después a reunirnos, en una sabrosa tarde de tertulia y vino allá, con su hermosa Nuria, Ricardo y yo. Estoy seguro de que ahí, de manera furtiva, también estuvo Arturo.

Cálido y tenaz, con esa parsimonia y bonhomía que lo caracterizan, Walter supo tejer la urdimbre poco a poco, para poder cumplir y compartir su sueño. Y, así, la noche del viernes 20 de octubre en el Museo Juan Santamaría, en Alajuela, en un grato convivio de poesía y remembranzas, pudo por fin presentar esas “Poesías completas”, ante los deudos y amigos de Arturo, numerosos naranjeños y alajuelenses, así como un amplio grupo de creadores participantes en la cuarta edición de los Juegos Florales, ahora denominados con gran justicia “Arturo Montero Vega”, en cuyo afiche resaltan los certeros versos dedicados al dirigente turrialbeño Federico Picado, mártir del ignominioso crimen del Codo del Diablo: “Se borrará la sangre derramada, / se apagará el insulto proferido, / renacerá tu nombre desgarrado, tu nombre de nosotros tan querido”.

Al retornar a casa en Heredia, muy cerca de Santo Domingo, con el corazón palpitante de gozo en medio de una noche de llovizna y frío, abrí al azar ese magnífico volumen de casi 500 páginas, para deleitarme con tanta belleza. Pero, entre tanto por descubrir, me fue imposible no culminar diciendo en soliloquio estos hermosos versos que aprendiera en mi casa de infancia: “Don Félix Arcadio vivió en la montaña. / Tenía los ojos como la mañana. / Cuando Iglesias dijo: / “Mi caballo blanco, mi frente altanera”. / Don Félix decía: / “Patria alborozada. Patria estremecida”. / Cuando Iglesias dijo: / “Mis montes, mis valles, mis cañaverales”. / Don Félix decía: / “Tus aires, Patria, tus palomares”. / Cuando Iglesias dijo: / “Mis ríos, mis mares”. / Don Félix decía: / “Tus pajarillos, tus libertades”. / Don Félix Arcadio vivió en la montaña. / Tenía los ojos como la mañana”.

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