22 julio, 2008

Las colipatos

Son parte imborrable de la hoy lejana y linda infancia, cuando las perseguíamos emocionados en La Sabana. Su aparición súbita, por ahí de agosto, encajaba espontáneamente en nuestra cronología de juegos, como los trompos, yo-yos, puros, bolinchas o papalotes. Volaban bajo, verticalmente zigzagueantes. El desafío era capturarlas, golpeándolas con ramas de olivo, para deleitarnos después observando sus largas "colas" intactas, así como sus líneas verdes, refulgentes, entre el verdinegro de sus alas. Su nombre científico, Urania fulgens, uno de los más bellos que existen, alude a su refulgencia en el cielo.

Años después, ya de estudiante de biología, leí un breve y estimulante artículo de Carlos Valerio, en una revista divulgativa, en el que me enteré de la prodigiosa odisea de estas mariposas. Hace unos diez años conocí algunos de los hallazgos de Neal Smith, su mayor estudioso.

Sus larvas se alimentan solamente de algunas especies de bejucos inmensos, llamados Omphalea, que trepan a las copas de árboles. Según parece, hay un tiempo en que estas plantas reaccionan, mediante sustancias defensivas, para que las larvas no devoren su follaje. Es entonces cuando casi todas las mariposas parten, para reproducirse en otros bejucos donde sus crías se desarrollen mejor.

Todos los años migran, entre agosto y noviembre, de norte a sur, en los países comprendidos entre México y Bolivia. Sin embargo, según Smith -quien tiene registros desde 1915-, hay migraciones muy fuertes cada ocho años, y algo menores cada cuatro. Durante su vuelo, las mariposas necesitan consumir néctar, que toman de las flores de guaba, entre otras.

Este año, al irse agosto, han irrumpido masivamente en nuestro cielo. Las vi en el Valle Central, y en el trayecto entre San José y Turrialba. También en Panamá, donde cruzaban la frontera tica allá por Río Sereno, y luego entre Volcán y Cerro Punta; después, en la urbe panameña y en Azuero. Así, sin pasaportes ni visas, soslayando los límites ficticios, desafiando el cemento, asfalto y humo de las urbes (aunque muchas mueren atropelladas por los carros), seguían su itinerario, tenaces e invictas.

Me dieron la mayor gratificación en Punta Chame, delgada lengüeta frente a Isla Taboga. Como empujadas por una mano gigantesca y benévola, en la tarde cercana al poniente volaban centenares de miles, casi formando oleajes verdes. Sus movimientos eran frenéticos: sobrevolaban incesantemente los manglares, se devolvían, tomaban el curso de la blanquísima playa y penetraban al mar. Allá, sin el auxilio de la rosa de los vientos que usan los marineros, navegaban por el aire, seguras de alcanzar su destino final, indeleblemente inscrito en lo recóndito de sus genes.

Ellas no volverán, pero sí sus descendientes. Por dicha siempre estarán aquí, reeditando esta maravilla de la creación, reavivando el latir del tierno corazón de nuestra infancia.

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