22 julio, 2008

Lluvias

Vengo de territorios de aguas. Y conozco varios de los sustantivos de las aguas llovidas: garúas, silampas, pelos de gato, lloviznas, aguaceros y chaparrones. De vivir por trece años “averaguado” por tantas lluvias y temporales del Caribe, en esa hermosa Turrialba sempiternamente verde, “acariciada por lluvias infinitas”, como escribí alguna vez. Es decir, las lluvias no me son nada ajenas.

Pero en esa estancia, de tan remojada que fue, perdí la noción del contraste sensorial que marca nuestras estaciones. Y es por eso que hoy, en mi nueva morada en San Pablo de Heredia, donde por las mañanas destacan verde-azuladamente nítidos los perfiles del cerro Zurquí y de las Tres Marías que demarcan al volcán Barva, recobro sensaciones que me transportan a mi infancia del Valle Central, ya en mi natal Naranjo o en aquella La Sabana suburbana y semi-rural de entonces.

Es el canto tempranero y certero de los yigüirros, anunciadores de aguas. Es el cielo gris, plomizo y encapotado, a punto de descuajarse. Es el súbito y ronco gemido de las aguas contenidas, cayendo liberadas en desplomados aguaceros. Es la fragancia extasiante de la tierra retostada y sedienta, ahora empapada y rezumante, trocando sequedad por gravidez, enervante. Es la calidez del hogar, el grato aroma del café humeante, y la cercanía afectiva de los que amamos.

Por eso, en esta tarde oscura y húmeda de mayo, me resulta imposible no evocar al amado poeta de aquí nomás, de Santo Domingo, de al lado. A aquel maestro de los genuinos, ya ido. A ese don Isaac Felipe Azofeifa quien, desde la casona de adobe de su niñez, tan domingueña, sentía que “Cuando venían las lluvias miraba los largos aguaceros / desde el ancho cajón de las ventanas. / Nunca huele a tierra tanto como esa tarde. / Se oye la lluvia primero en el aire venir como un gigante / que se demora, lento, se detiene y no llega, / y luego están ahí sus pies sobre las hojas, tamborileando, / rápidos, mojando, / y lavando sus manos de prisa, tan de prisa, los árboles, / el césped, los arroyos, / los alambres, los techos, las canoas”.

Entonces queda atrás, hasta mejores tiempos, el cielo despejado y alto para que el sol y la luna se luzcan espléndidos y magníficos. Llegan las espesas nubes a forrarlo, impenetrables, así como a nimbar el brillo de las diminutas luces en los cerros del Valle, ahora titilantes. Henchidos los cauces, los ríos se desbocan impetuosos. Vuelve a brotar el verde, renacido en las ramas deshojadas, turgente y reluciente en las plantas tan solo ayer mustias.

Pero también acuden las nostalgias. Las de la infancia ingenua, las de las gratas e interminables tertulias familiares, y también las de amores y desamores venidos e idos con las lluvias. Todas.

Por ello el poeta, sabiéndose elegido y portador de esencias y sentimientos que lo identifican y hermanan con todos, culmina su canto reconociendo que: “Pero también su llanto desolado, / su sinrazón de ser triste, su acabarse de pronto, / sin objeto ni adiós, / para siempre en mi infancia, para siempre. / Llueve en mi alma ahora, como entonces”.

Sí, vulnerable y permeada el alma por nostalgias, cuando “se oye venir la lluvia”, de veras que “nunca huele a tierra tanto como esa tarde”. Nunca.

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